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martes, 15 de febrero de 2011

Alcohol, velocidad y suicidios ¿Qué buscan los jóvenes?

“Hay una cosa peor que tener un alma mala y es tener un alma ya hecha, acostumbrada a todo, cínica ¿Qué haremos de estos muertos vivos que no teniendo un alma al amanecer muchos con seguirdad no la tendrán a mediodía o a la noche?” se preguntaba hace algunas décadas el escritor francés Albert Camus mirando la indiferencia, la insensibilidad de sus contemporáneos delante de la dramaticidad de la vida, de la realidad.
Camus continuaría escribiendo: “esta sociedad se parece a los grandes ríos del Brasil, poblados por pirañas. Basta que uno caiga al agua y en pocos minutos en lugar de un ser humano se encuentra un esqueleto blanco”. Así hace hoy en día la sociedad con sus mejores hijos para que no molesten: he aquí el servicio militar, la novia, la familia, la carrera, el éxito…y de esta manera la sociedad no sólo reduce sino aplasta la inquietud de la razón que busca el porqué de las cosas, ahoga en la nada las exigencias últimas del corazón, exigencias que son el motor de la vida, las exigencias de amor, verdad, belleza, justicia y libertad.
Todo está organizado para que el hombre no viva la realidad, sino que siga la lógica perversa del poder que tiene un solo interés: que todos vivan alienados.
Durante estos días dos hechos han desconcertado. Hechos dramáticos que nos han obligado a preguntarnos el por qué de lo que está pasando.
El primer hecho: el número cada vez mayor de suicidios. Jóvenes que, aparentemente, tienen todo, se los ve en las páginas sociales de los diarios, aparentemente divertidos, alegres en Samber o en las playas de Punta del Este. Y unos días después los mismos diarios sensacionalistas en estos casos, publican con una frialdad maligna del ser humano la noticia: “Fulano se quitó la vida” o “Volvían a la madrugada de San Bernardino en un auto Mercedes Benz descapotable, conducido por un adolescente y quedaron aplastados en un accidente”, o “Conocido futbolista joven acabó con su vida. Tenía sólo 21 años”. Noticias terribles que en lugar de suscitar interrogantes, favorecer la comprensión del porqué de estos hechos”, tienen el único interés de la morbosidad, del chismerío macabro y perverso.
Sin embargo el cinismo de la prensa es también de nosotros mismos, acostumbrados a no dejarnos provocar por la realidad.
Escribe el poeta ruso Chudakov:
“Cuando gritan/ ¡Hombre al agua!/ el transatlántico, grande como un edificio,/ se para al instante/ y al hombre/ lo pescan con las sogas/ Pero cuando quien cae por la borda es el alma del hombre/ cuando se ahoga/ en el horror/ y en la desesperación/ ni siquiera su propia casa/ se para/ sino que se aleja”
Hasta dentro de la Iglesia, muchas veces, la indiferencia se ha vuelto una postura ¿Acaso hemos escuchado a nuestros pastores preguntarse seriamente el porqué de esta desesperación en nuestro jóvenes? ¿Acaso hemos escuchado en las homilías enfrentar seriamente el drama de la condición juvenil? ¿Acaso nuestra pastoral tiene como punto de partida al hombre y sus necesidades existenciales, al joven con sus interrogantes últimos sobre el sentido de la vida? Y ¿de qué sirve el cristianismo si lo humano es el gran ausente de la experiencia cristiana? Cristo no vino al mundo para darnos un manual de buena conducta o para tranquilizar al hombre de sus afanes,  Cristo se pone como la respuesta al drama del hombre, bien resumido en las preguntas que el Ministro Borda pone en su carta del mes de enero a los párrocos: “¿de dónde venimos, quienes somos y hacia dónde vamos?”
Uno llega a sacarse la vida cuando delante de estas preguntas que uno sí o sí lleva consigo no encuentra la respuesta adecuada o mejor, se encuentra con miles de respuestas parciales, efímeras, incapaces de satisfacer la sed de Infinito que le caracteriza. Por eso delante de este flagelo, como es la pérdida del sentido de la vida, los primeros responsables somos nosotros los cristianos que por gracia llevamos la luz de la esperanza o, como dijo el evangelio de este domingo, estamos llamados a ser sal y luz de la tierra.
¿Qué significa ser sal sino comunicar el sabor, el gusto de la vida que pasa a través del anuncio que Cristo y sólo Él es la respuesta al sentido último de la vida, al deseo de felicidad que define toda la búsqueda de diversión que caracteriza al chico, al hombre de hoy? ¿No es acaso Cristo a quién busca el chico farreando toda la noche en Samber, o en Punta del Este? ¿No es acaso a Cristo a quién el chico busca emborrachándose, llegando a casa de madrugada, usando el coche a toda velocidad hasta aplastarse contra un árbol? ¿No es acaso Cristo a quién el chico busca siguiendo las ilusiones del deporte, de carrera, del éxito?
Escribiría el gran escritor Cesare Pavese: “el hombre, cualquier hombre, hasta en la perversión busca al Infinito” y cuando descubre que la respuesta no está allí, quedan como consecuencia la desesperación, el suicidio.
La Iglesia, como nunca, hoy en día está llamada en causa sobre este drama del hombre, como continuamente nos reclama el Santo Padre. Pero no sólo la Iglesia, sino también las instituciones educativas ¡Quizá si el Ministro de Educación percibe el grito de los jóvenes! ¡Quizás si su inteligencia de maestro y de padre le ayude a comprender que a los jóvenes no les importa un comino sus programas de educación sexual, de género, el “Marco Rector”, sino que ellos gritan desesperadamente que sepamos comunicarles el sentido último por el cual vale la pena vivir!
Señor Ministro de Educación ¿usted se da cuenta de la emergencia educativa que están pasando nuestros chicos? ¿Se da cuenta que el problema de la educación sexual es una tomadura de pelo, cuando nuestros hijos no saben ni siquiera el porqué los trajimos al mundo y cuál es el rumbo de la vida? Por favor acabemos con la demagógica ideología del poder ¿O tenemos que esperar que les pase algo a nuestros hijos para que entendamos que el problema no es el condón? O mejor, para nosotros adultos, ciegos, sordos y mudos, ciertamente es el condón…pero el de la mente.
Ante esta situación emerge el segundo hecho del cual hablan los diarios. Un politiquero, vulgar y, no cabe duda, analfabeto de la vida, pretende legalizar la marihuana ¿es posible que uno sea tan tonto como para no preguntarse el porqué de tanto uso de la marihuana? Existe desde los albores de la humanidad, etc. Sin embargo nunca fue un problema mientras el hombre vivía dirigido por las grandes verdades y certezas que daban fundamentos a la vida. El problema se puso -y en modo dramático- cuando el hombre cayó en la pretensión de ponerse en el lugar de Dios, cuando quiso sacar a Dios de su vida. Y el contragolpe de este orgullo ha sido el vacío existencial, la pérdida del sentido último de la vida. El uso de la marihuana es el síntoma más agudo de la soledad y el vacío del hombre moderno.
Un hombre sin sentido, sin certeza, víctima del hedonismo, esclavo de lo efímero, del “me gusta o no me gusta”,  del hombre sin ideales por las cuales vale la pena vivir. Por eso la postura loca de Balbuena es el fruto de una mentalidad que ha eliminado a Dios de la vida. No se legaliza la droga ni por un irrealismo necio (se puede controlar) ni porque de esta manera se pone un freno a la locura del contrabando. Basta con soluciones a medias. La terapia o es radical o no sirve.
Y la terapia radical consiste en el comunicar, educar a los jóvenes a la belleza de la vida, al gusto por la existencia. Pero sin hombres conmovidos por Cristo, sin hombres apasionados por la verdad, por el uso de la razón, todo eso es impensable.
Somos cobardes, somos inhumanos y por eso huimos siempre de la radicalidad que exige la realidad, porque exige ante todo un cambio en nuestra vida siempre más reducida a una vida de perros porque privada de un nexo ontológico con el Misterio.
O volvemos a Cristo o inevitablemente acabaremos todos en la desesperación. Y no serán los expertos de la mente quienes nos salvarán porque lo que “cayó de borda es el alma del hombre”. Y, como sigue diciendo el poeta Chudakov: “cuando se ahoga en el horror y en la desesperación (el alma) ni siquiera su propia casa, se para sino que se aleja”.
P. Aldo

¿Existe el infierno?


Fue un chico quien, el domingo pasado, me preguntó, preocupado, si el infierno existe o no. Una pregunta inteligente, en particular porque fue formulada en una época del año en la cual dominan la farra, la diversión, la fuga de la realidad, la exaltación del hedonismo.
Además ¿quién de los curas, de los pastores habla hoy en día del infierno? Parece una cosa fuera de lugar, como sacar esqueletos de un armario. Hablar del infierno no está de moda, ni siquiera entre los cristianos, donde domina una falsa concepción de la misericordia divina, reducida a una especie de oparei.
 Sin embargo que existe el infierno no es solo una verdad de la fe, sino una exigencia de la libertad, de la razón humana, porque no puede ser que tanto los que viven con recta conciencia, siguiendo los dictámenes de la razón (entendida ésta como la capacidad de mirar la realidad según la totalidad de los factores que la componen) como los que viven dominados por una conciencia mala y en modo irracional, tengan al final de la vida la misma suerte. El premio y el castigo, por usar un lenguaje que hasta los niños entienden son una necesidad de la razón y de la libertad.
Pero vamos a leer lo que afirma el catecismo de la Iglesia Católica con referencia al infierno en los siguientes párrafos:
1033- Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “Infierno”.
1034- Jesús habla con frecuencia de la gehena y del “fuego que nunca se apaga” (cf. Mt 5, 22.29; 13, 42.50; Mc 9. 43-48) reservado a los que, hasta el  fin de su vida rehúsan creer y convertirse, y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Jesús anuncia en términos graves que “enviará a sus ángeles que recogerán a todos los autores de iniquidad…y los arrojará al horno ardiendo” (Mt 1313, 41-42), y que pronunciará la condenación: “¡Alejaos de mí, malditos, al fuego eterno!” (Mt 25, 41).
1035- La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del Infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del Infierno, “el fuego eterno” (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; SPF 12). La pena principal del Infierno consiste en la separación eterna de Dios, en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.
1036- Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: “Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella, mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!, y pocos son las que la encuentran” (Mt 7, 13-14):
Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra, mereceremos entrar con Él en la boda y ser contados entre los santos; y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde habrá “llanto y rechinar de dientes (LG 48).”
El magisterio de la Iglesia, entonces, no sólo no deja ninguna duda al respecto de la existencia del infierno, sino que habla en términos, diría, conmovedores, porque resalta de un lado la misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres reconozcan su Infinito amor, y por otro lado exalta la libertad humana, como el factor decisivo para la existencia del infierno. En este punto el tema de la libertad es fundamental. “No podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: “Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él” (1 Jn 3, 15). Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de Él si omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños, que son sus hermanos (cf. Mt 25, 31 -46). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “Infierno””.
Algunas observaciones:
1- Con la palabra “Infierno” la Iglesia no define un perímetro geográfico, un lugar, como normalmente imagina nuestro pueblo, siguiendo la metáfora que el poeta italiano Dante Alighieri nos ofrece en su obra “maestra”, la Divina Comedia, sino “un estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados”. Al hablar de autoexclusión es evidente que el Infierno no es una iniciativa de Dios, ni mucho menos una creación divina, sino el fruto de una libre decisión del hombre que no quiere reconocer la propia dependencia amorosa, como hijo, del Padre Celestial.
 La parábola del Hijo Pródigo es emblemática al respecto, porque no es el Padre el que echa al hijo; sino el hijo que “obliga” al padre a entregarle cuanto le tocaría como herencia y deja la casa del Padre siguiendo sus propios proyectos. Es el hijo que se aleja del Padre y alejándose rompe con él, dejando al padre destrozado.
En la parábola Jesús quiere evidenciar la razón misma de Su Encarnación, muerte y resurrección, quiere demostrarnos una vez más su infinita misericordia y al mismo tiempo el gran respeto que el Padre, la Trinidad misma, tiene hacia la libertad humana.
 La libertad de Dios, que nos crea en cada momento, convive a cada momento con la libertad del hombre, que puede reconocer, o no, su origen, su pertenencia divina.
Sin embargo, mientras estemos vivos, existe siempre posibilidad, para reconciliarnos con el Padre. Mientras que cuando acabada la vida, juzgados por Dios, la sentencia divina será definitiva.
Es decir, Dios reconocerá y respetará la decisión del hombre de haber elegido vivir prescindiendo de Él. Por eso el don, la gracia de la libertad, que Dios ha regalado al hombre, pone al hombre mismo delante de un desafío del cual no puede volver atrás.
 Dios no tolera títeres, porque es Amor y como tal desea, exige a la libertad humana el decidir si caminar por sus caminos o seguir los propios. Además, es la razón misma la que reconoce al infierno como una exigencia de la libertad y la justicia.
Si el hombre no puede  elegir ¿qué clase de libertad es la suya? Claro que la libertad de elegir es una libertad imperfecta, porque el hombre puede elegir su destrucción alejándose del Origen, mientras la libertad auténtica coincide sólo con la adhesión al Ser, con el reconocimiento que la consistencia del yo está en su relación con el Misterio.
Sin embargo el hombre está llamado, como Jesús subraya siempre en el evangelio, a decir SI o NO, a elegir: “Quién quiera seguirme que me siga” “¿Quieren irse también ustedes?”. El drama de la libertad está encerrado en esta decisión.
2- ¿Qué es el pecado y el pecado mortal por el cual uno al morir en esta postura elige el infierno? Responde siempre el catecismo (en el párrafo 1849): “el pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana, ha sido definido por San Agustín y Santo Tomás de Aquino como “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la Ley eterna”.
El pecado entonces es:
a) Una falta contra la razón, porque la razón es la capacidad de mirar la realidad según la totalidad de los factores que la componen.  Descuidar u olvidar un factor de la realidad es reducirla, es negarla. No olvidemos la definición que daba Chesterton de la mentira: “es toda la verdad menos uno”.
b) Una falta contra la verdad, porque la verdad es “adecuatio rei et intelectus”, la correspondencia entre la realidad y la inteligencia. Las dos características de la verdad son la totalidad y la definitividad. Una cosa es verdadera, como una relación, cuando incluye estos dos factores. Por lo contrario la mentira se caracteriza por la parcialidad y la precariedad en la relación con la realidad, con las personas y con uno mismo.
c) Una falta contra la recta conciencia,  es decir que uno libre y voluntariamente, aún consciente del mal que realiza y del destino último, lo hace de igual manera.
3- ¿Cuando un pecado es mortal significa que si muere en este estado elige el infierno?  Siguiendo siempre al catecismo de la Iglesia Católica se afirma que para vivir y morir en pecado mortal se necesitan dos condiciones:
a)    La materia grave es precisada por los diez mandamientos. Obviamente la gravedad de los pecados es mayor o menor: un asesinato es más grave que un robo. La cualidad de las personas lesionadas cuenta también: la violencia ejercida contra los padres es más grave que la ejercida contra un extraño. (párrafo 1858)
b)    El pecado mortal requiere plena conciencia y entero consentimiento. (…) La ignorancia afectada y el endurecimiento del corazón no disminuyen, sino que aumentan, el carácter voluntario del pecado. (párrafo 1859)
Cuando falte aunque sea una sola de estas características el pecado no es mortal y por eso no implica el infierno si uno muriera en esa situación.
Cuanto afirma el catecismo parece abstracto, mientras que en realidad es una cosa muy concreta, porque al final lo que quiere decir es que el infierno existe y es también una exigencia de la razón (un premio y un castigo son parte de la justicia humana, y de la divina, de la cual la humana tendría que tener origen), además es una opción de la libertad humana, que Dios, que es Amor, respeta, ante todo porque es Amor.
Olvidarse del infierno, o peor, burlarse, es signo de necedad, característica del orgulloso hombre moderno.
Acaso en este verano ¿no vale la pena reflexionar sobre esta verdad de fe?
P. Aldo