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martes, 15 de febrero de 2011

¿Existe el infierno?


Fue un chico quien, el domingo pasado, me preguntó, preocupado, si el infierno existe o no. Una pregunta inteligente, en particular porque fue formulada en una época del año en la cual dominan la farra, la diversión, la fuga de la realidad, la exaltación del hedonismo.
Además ¿quién de los curas, de los pastores habla hoy en día del infierno? Parece una cosa fuera de lugar, como sacar esqueletos de un armario. Hablar del infierno no está de moda, ni siquiera entre los cristianos, donde domina una falsa concepción de la misericordia divina, reducida a una especie de oparei.
 Sin embargo que existe el infierno no es solo una verdad de la fe, sino una exigencia de la libertad, de la razón humana, porque no puede ser que tanto los que viven con recta conciencia, siguiendo los dictámenes de la razón (entendida ésta como la capacidad de mirar la realidad según la totalidad de los factores que la componen) como los que viven dominados por una conciencia mala y en modo irracional, tengan al final de la vida la misma suerte. El premio y el castigo, por usar un lenguaje que hasta los niños entienden son una necesidad de la razón y de la libertad.
Pero vamos a leer lo que afirma el catecismo de la Iglesia Católica con referencia al infierno en los siguientes párrafos:
1033- Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “Infierno”.
1034- Jesús habla con frecuencia de la gehena y del “fuego que nunca se apaga” (cf. Mt 5, 22.29; 13, 42.50; Mc 9. 43-48) reservado a los que, hasta el  fin de su vida rehúsan creer y convertirse, y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Jesús anuncia en términos graves que “enviará a sus ángeles que recogerán a todos los autores de iniquidad…y los arrojará al horno ardiendo” (Mt 1313, 41-42), y que pronunciará la condenación: “¡Alejaos de mí, malditos, al fuego eterno!” (Mt 25, 41).
1035- La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del Infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del Infierno, “el fuego eterno” (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; SPF 12). La pena principal del Infierno consiste en la separación eterna de Dios, en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.
1036- Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: “Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella, mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!, y pocos son las que la encuentran” (Mt 7, 13-14):
Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra, mereceremos entrar con Él en la boda y ser contados entre los santos; y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde habrá “llanto y rechinar de dientes (LG 48).”
El magisterio de la Iglesia, entonces, no sólo no deja ninguna duda al respecto de la existencia del infierno, sino que habla en términos, diría, conmovedores, porque resalta de un lado la misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres reconozcan su Infinito amor, y por otro lado exalta la libertad humana, como el factor decisivo para la existencia del infierno. En este punto el tema de la libertad es fundamental. “No podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: “Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él” (1 Jn 3, 15). Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de Él si omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños, que son sus hermanos (cf. Mt 25, 31 -46). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “Infierno””.
Algunas observaciones:
1- Con la palabra “Infierno” la Iglesia no define un perímetro geográfico, un lugar, como normalmente imagina nuestro pueblo, siguiendo la metáfora que el poeta italiano Dante Alighieri nos ofrece en su obra “maestra”, la Divina Comedia, sino “un estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados”. Al hablar de autoexclusión es evidente que el Infierno no es una iniciativa de Dios, ni mucho menos una creación divina, sino el fruto de una libre decisión del hombre que no quiere reconocer la propia dependencia amorosa, como hijo, del Padre Celestial.
 La parábola del Hijo Pródigo es emblemática al respecto, porque no es el Padre el que echa al hijo; sino el hijo que “obliga” al padre a entregarle cuanto le tocaría como herencia y deja la casa del Padre siguiendo sus propios proyectos. Es el hijo que se aleja del Padre y alejándose rompe con él, dejando al padre destrozado.
En la parábola Jesús quiere evidenciar la razón misma de Su Encarnación, muerte y resurrección, quiere demostrarnos una vez más su infinita misericordia y al mismo tiempo el gran respeto que el Padre, la Trinidad misma, tiene hacia la libertad humana.
 La libertad de Dios, que nos crea en cada momento, convive a cada momento con la libertad del hombre, que puede reconocer, o no, su origen, su pertenencia divina.
Sin embargo, mientras estemos vivos, existe siempre posibilidad, para reconciliarnos con el Padre. Mientras que cuando acabada la vida, juzgados por Dios, la sentencia divina será definitiva.
Es decir, Dios reconocerá y respetará la decisión del hombre de haber elegido vivir prescindiendo de Él. Por eso el don, la gracia de la libertad, que Dios ha regalado al hombre, pone al hombre mismo delante de un desafío del cual no puede volver atrás.
 Dios no tolera títeres, porque es Amor y como tal desea, exige a la libertad humana el decidir si caminar por sus caminos o seguir los propios. Además, es la razón misma la que reconoce al infierno como una exigencia de la libertad y la justicia.
Si el hombre no puede  elegir ¿qué clase de libertad es la suya? Claro que la libertad de elegir es una libertad imperfecta, porque el hombre puede elegir su destrucción alejándose del Origen, mientras la libertad auténtica coincide sólo con la adhesión al Ser, con el reconocimiento que la consistencia del yo está en su relación con el Misterio.
Sin embargo el hombre está llamado, como Jesús subraya siempre en el evangelio, a decir SI o NO, a elegir: “Quién quiera seguirme que me siga” “¿Quieren irse también ustedes?”. El drama de la libertad está encerrado en esta decisión.
2- ¿Qué es el pecado y el pecado mortal por el cual uno al morir en esta postura elige el infierno? Responde siempre el catecismo (en el párrafo 1849): “el pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana, ha sido definido por San Agustín y Santo Tomás de Aquino como “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la Ley eterna”.
El pecado entonces es:
a) Una falta contra la razón, porque la razón es la capacidad de mirar la realidad según la totalidad de los factores que la componen.  Descuidar u olvidar un factor de la realidad es reducirla, es negarla. No olvidemos la definición que daba Chesterton de la mentira: “es toda la verdad menos uno”.
b) Una falta contra la verdad, porque la verdad es “adecuatio rei et intelectus”, la correspondencia entre la realidad y la inteligencia. Las dos características de la verdad son la totalidad y la definitividad. Una cosa es verdadera, como una relación, cuando incluye estos dos factores. Por lo contrario la mentira se caracteriza por la parcialidad y la precariedad en la relación con la realidad, con las personas y con uno mismo.
c) Una falta contra la recta conciencia,  es decir que uno libre y voluntariamente, aún consciente del mal que realiza y del destino último, lo hace de igual manera.
3- ¿Cuando un pecado es mortal significa que si muere en este estado elige el infierno?  Siguiendo siempre al catecismo de la Iglesia Católica se afirma que para vivir y morir en pecado mortal se necesitan dos condiciones:
a)    La materia grave es precisada por los diez mandamientos. Obviamente la gravedad de los pecados es mayor o menor: un asesinato es más grave que un robo. La cualidad de las personas lesionadas cuenta también: la violencia ejercida contra los padres es más grave que la ejercida contra un extraño. (párrafo 1858)
b)    El pecado mortal requiere plena conciencia y entero consentimiento. (…) La ignorancia afectada y el endurecimiento del corazón no disminuyen, sino que aumentan, el carácter voluntario del pecado. (párrafo 1859)
Cuando falte aunque sea una sola de estas características el pecado no es mortal y por eso no implica el infierno si uno muriera en esa situación.
Cuanto afirma el catecismo parece abstracto, mientras que en realidad es una cosa muy concreta, porque al final lo que quiere decir es que el infierno existe y es también una exigencia de la razón (un premio y un castigo son parte de la justicia humana, y de la divina, de la cual la humana tendría que tener origen), además es una opción de la libertad humana, que Dios, que es Amor, respeta, ante todo porque es Amor.
Olvidarse del infierno, o peor, burlarse, es signo de necedad, característica del orgulloso hombre moderno.
Acaso en este verano ¿no vale la pena reflexionar sobre esta verdad de fe?
P. Aldo

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