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sábado, 18 de diciembre de 2010

El gran desafío no es moral sino ontológico. No es un problema de comportamiento sino de pertenencia.

Mons. O'malley, arzobispo de Boston y ahora cardenal,
durante la misa central en Caacupé

“La Iglesia advierte al gobierno: el país sin rumbo por la falta de conducción de las autoridades nacionales disparó ayer desde el púlpito el obispo de Caacupé, durante la Misa central por las fiestas marianas. Advierte que si continua creciendo la inseguridad “peligra incluso la estabilidad del proprio gobierno”” resaltaba en la tapa el diario “La Nación” el jueves 9 de diciembre.
La Iglesia reclama al gobierno de Lugo una conducción clara”, subrayaba el diario “Ultima Hora” el jueves 9 de diciembre, sintetizando en modo bastante banal, como todos los diarios, la homilía de Mons. Claudio Giménez.
¿Qué hubiese dicho Monseñor Lugo del gobierno Lugo?, se preguntaba un amigo, después de haber escuchado los diferentes reclamos de parte de muchos pastores a la política del actual gobierno.
Personalmente me duele ver como aún los temas sociales ocupan las primeras páginas de los diarios acostumbrados a reducir la enseñanza de los obispos a un concierto de denuncias o de reclamos éticos y sociales. De otro lado viene la fatiga que todos nosotros pastores hacemos, al sacarnos de encima una postura que desde hace más de una década hace de Caacupé una especie de plaza politica, un tribunal desde el cual, en lugar de indicar un camino claro a la conversión, estamos preocupados de subrayar lo negativo, lo que no anda. Vivimos un complejo de superioridad que nos permite de estar siempre con el dedo apuntado. Ciertamente se han dado pasos desde cuando Monseñor Lugo y sus colegas definían los hombres del poder, los políticos, los corruptos, en un sentido único: “hombres escombros” o, como cuando se le sacó a un Presidente de la República la silla que ocuparía en Caacupé si hubiera participado en la Misa.
Dolorosamente aquellos tiempos, aquellas sombras han llevado al país a una situación de miseria que aún seguimos denunciando, olvidando que somos nosotros los primeros responsables, porque hemos vivido denunciando a los demás sin darnos cuenta que éramos o somos peores. Resalta, sin embargo, el reclamo del arzobispo de Boston, el cardenal Sean Patrick O’Malley, quien en un mensaje a los peregrinantes dijo: “El Adviento es un tiempo para renovarse espiritualmente dedicando tiempo y espacio a Dios y a las obras de misericordia, de servicio y de solidaridad con los pobres. Tenemos  la música, las luces, los regalos, la comida y la fiesta. PERO NECESITAMOS RESCATAR Y PONER A JESUS EN MEDIO DE NUESTROS HOGARES, DE NUESTRA IGLESIA, NUESTRA PATRIA, PARA QUE PODAMOS SER DISCIPULOS QUE LE SIGUEN DE CERCA”.
“Que Cristo vuelva a ser la razón, el corazón, el criterio, el comienzo y el fin de la vida”, ésta es la cuestión fundamental para el mundo de hoy y para cada uno de nosotros, como afirmaban en estos días durante un dialogo unos jóvenes, recordando el constante reclamo a Cristo de parte del Papa Benedicto XVI, quien ama definir a los cristianos como los “amigos de Jesús”. No podemos seguir reduciendo el Acontecimiento cristiano a un discurso, a ética, a un concierto de valores, a un compromiso social. El cristianismo es un hecho, una Presencia, un Tú que domina la historia y sin el cual la historia, no sólo no tendría sentido sino que no existiría. El hombre moderno está harto de prédica, de exhortaciones, de compromisos pastorales. El hombre necesita ver, tocar con la mano la contemporaneidad de Cristo, quiere verlo.
No se vive de fórmulas y mucho menos por reclamos o denuncias. El cristianismo no es la moral de Kant ni una religiosidad cualquiera. Por eso, también si se nos tritura el corazón, no nos sorprende más que incluso una fiesta, la más importante del país, se haya reducido, como documenta el diario “La Nación”, a una diversión o, aún peor, “el alcohol fue una vez más el protagonista”. Es el fruto del vaciamiento que hemos hecho del cristianismo transformándolo de Acontecimiento a discurso, a fenómeno religioso, a una devoción.
En este contexto adquiere más actualidad cuanto afirmaba Péguy: “Somos los primeros después de Cristo sin Cristo”. “Somos los primeros que vamos rumbo a la Virgen de Caacupé sin la Virgen de Caacupé”.  Sin embargo, esta lectura de la realidad en la cual vivimos puede ser la gran oportunidad para tomar en serio cuanto el Papa dijo a Fátima en su última peregrinación, pidiendo a todos los cristianos la urgencia la conversión. No podemos perder tiempo. Nos recuerda el Adviento “elevad a los cielos la mirada, ya llega el Rey de la gloria”.
La conversión coincide con una mirada diferente a la realidad, una mirada como la de Zaqueo, cuando lleno de curiosidad subió a un árbol porque quería ver al mesías, quería ver a Jesús. Y cuando sus ojos se cruzaron con los de Jesús, toda su vida, la concepción que tenía de la vida, cambio. ¡Imaginemos cuando este ladroncito por primera vez, no sólo se sintió mirado como nadie lo había mirado sino que escuchó aquel hombre llamándolo por su nombre: “Zaqueo”! ¡Qué conmoción, qué conciencia nueva de sí se había adueñado de él de forma inmediata! Quizás él habrá escuchado cuanto el profeta afirma en las Escrituras. “Antes de concebirte en el vientre de tu madre Yo pronuncié tu nombre”.
Sin embargo, solamente en aquel momento en que Jesús pronunció su nombre, tomó conciencia de su grandeza, de su dignidad, de su ser relación con el Infinito, de no ser definido o confundido con sus pecados, sino de ser objeto de un amor Infinito. Y la alegría que lo caracteriza bajándose inmediatamente del árbol, respondiendo a la invitación de Jesús que quería cenar con él, ha sido el testimonio más brillante de la novedad que entraba en su vida.
También para nosotros la cosa más interesante - en esto consiste la conversión - es ser llamados por el nombre desde la eternidad, llamada que se ha vuelto explicita el día de nuestro bautismo: “Antonio, Mario, Julia, Josefa… yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Aquel “… en el nombre del Padre” significa que en aquel instante yo me he vuelto un hombre nuevo, no más esclavo de la precariedad, del límite, de la muerte, consecuencias del pecado original, de la rebeldía a Dios, del no reconocimiento de mi dependencia del Misterio, de mi presunción de autonomía (¡si en Caacupé se escucharan estas cosas… el Paraguay sería diferente!).
En aquel momento no estaba consciente de lo que me acontecía, lo eran mis padres, los padrinos y los amigos que han dicho en coro: “Queremos para Antonio el bautismo”; después me han entregado la vestidura blanca y han encendido una vela, símbolos de este nuevo nacimiento a la verdad y de la belleza de mi destino. Este es el sentido de mi nombre, como lo es el del tuyo.
Creciendo en la vida, mis padres, mis padrinos, mis amigos, me han ayudado a tomar conciencia de lo que me había acontecido, es decir, del hecho que aquel nombre era signo, adelanto y promesa de mi destino infinito. Después vino la juventud con todas sus circunstancias, las distracciones, las decepciones, los errores, las atracciones de las cosas fútiles, efímeras, falsas y, por consiguiente, como para Zaqueo, la pérdida del sentido del nombre.
Hasta que un día acontece el encuentro, como para Zaqueo, con una persona humanamente llena de fascinación, que me repropone el sentido del nombre: “Tú estás hecho para el Infinito, para el Misterio, el destino hecho hombre”. La vida reducida, llena de miserias, distraída, retoma su vigor, su vitalidad, su energía, su tarea, su significado, se vuelve humana. El Yo renace por este encuentro que tiene o tuvo el nombre de quien era o es la evidencia de aquel hombre que cambió la vida de Zaqueo.
Qué significa el nombre para la mayoría de la gente? Un puro dato anagráfico, jurídico, que sirve para firmar un cheque o establecer un contrato, abrir una cuenta en el banco. Es decir, no significa más nada. Ni siquiera tiene un nexo con un santo del calendario, como normalmente era costumbre cuando la fe era la vida y no había padres cristianos que no pusieran a sus hijos el nombre de un santo.  En mi familia era más importante el festejo del nombre (onomástico) que el del cumpleaños. Por eso, hoy día es aún más importante el encuentro con alguien que te comunica la esencia de tu nombre, el nombre como vocación, como llamado a la santidad, o sea el cumplimiento de tu vida, de lo que tu corazón desea. Este encuentro es la gracia y el tesoro de la existencia.
En el evangelio, a todos los amigos de Jesús, a los más íntimos, los conocemos por el nombre. Nunca Jesús llamó en modo general o abstracto. Su relación con el hombre es personal. Hasta con el amigo que lo traicionó Jesús lo llamó por su nombre, como para despertar en él la conciencia de lo que estaba por hacer. Y qué conmoción suscita también el dialogo amoroso con Simón Pedro, cuando Jesús por tres veces le pregunta: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”.
Llamar por el nombre es la iniciativa del Misterio que desde la eternidad pronunció tu nombre y esta iniciativa personal del Misterio en Cristo se hace presente a cada momento porque en todo instante Jesús nos pregunta: “Pedro, Antonio, Juan, María, Beatriz,… ¿me amas tú?”.
La conversión es reconocer, escuchar este llamado personal y responder como Abraham, Samuel, la Virgen, los Apóstoles, los santos, que de siglo en siglo nos testimonian esta gran conciencia  del sentido profundo del propio nombre, de la propia pertenencia.
 Nuestro pueblo, nuestros jóvenes necesitan pastores, hombres que les testimonien en el vacío existencial que viven, en un mundo dominado por el nominalismo, donde todo está reducido a “flatus vocis”, que el cristianismo es un Hombre, Aquel Hombre, la compañía de Dios al hombre, Jesús, que aún sigue llamándolos por el nombre, comunicándoles lo que el profeta Isaías, en modo conmovedor escribe en el capítulo 43 de sus profecías: “Y ahora, así habla el Señor, el que te creó, Jacob, el que te formó, Israel: No temas, porque yo te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú me perteneces./ Si cruzas por las aguas, yo estaré contigo, y los ríos no te anegarán; si caminas por el fuego, no te quemarás,  y las llamas no te abrasarán./ Porque yo soy el Señor, tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador.(…). / Porque tú eres precioso a mis ojos, porque eres valioso, y yo te amo, entrego hombres a cambio de ti y pueblos a cambio de tu vida./ No temas, porque yo estoy contigo”.
Si todos los domingos, si desde nuestros púlpitos gritáramos estas palabras del profeta en lugar de lamentos o denuncias o de valores, también los valores se volverían pronto el tejido moral de la persona. No olvidemos nunca las tres categorías fundamentales de una auténtica antropología: ontología, estética y ética. El encuentro con Cristo como constitutivo del yo humano (ontología) con su carga de belleza (estética) inevitablemente vuelve la vida auténticamente humana (ética). La eliminación o el olvido de la ontología, del fundamento antropológico  del ser humano como relación con el Misterio, como ”Yo soy Tú que me haces” han destruido la estética transformándonos, como decía Malraux, en los hombres más hipócritas de la tierra.
P. Aldo

jueves, 9 de diciembre de 2010

La realidad, ¿es motivo de preocupación o es una provocación?


¡Elevad la mirada a los cielos!
¡Ya se acerca el Dios que nos salva!
Despertad en el alma la espera
Y acoged al Señor de la gloria
Con esta súplica la Iglesia invita a todos los hombres (porque cada hombre es relación con el Infinito) a elevar los ojos hacia arriba, a despertar, tomar en serio la propia humanidad, el propio corazón; porque “ya está cerca el Dios que nos salva”, ya ha llegado el momento de “acoger al Señor de la gloria”.
La primera preocupación de la Iglesia en este momento es que cada uno de nosotros, cristiano o no, sea hombre, reconozca de qué está hecho el propio corazón, porque sin una pasión por la propia humanidad, sin una seriedad con la realidad, cualquier camino hacia el Infinito, hacia el propio destino, está precluido. No es el pecado, el límite, la miseria lo que impide al corazón, síntesis de sentimiento y razón, de reconocer que el ser humano es relación con el Infinito, que es el grito: “Ven Señor Jesús”, más bien aquella forma de anestesia que la cultura moderna inyecta en el Yo de cada uno para adormecernos, para homologarnos.
Sin embargo, no existe morfina por más potente que sea, no existe anestesia, no existe poder por malvado que sea, que pueda destruir totalmente aquel deseo de infinito que vibra en cada uno de nosotros. “Oh Dios, tú eres mi Dios, por Ti madrugo, mi alma está sedienta de Ti, mi carne tiene ansia de Ti, como tierra reseca, agostada, sin agua”, grita el autor del Salmo 62. Nada ni nadie podrán acabar con este grito sino modificando la estructura genética, el ADN del ser humano, porque está inscrita en lo profundo del ser esta relación del hombre con el Misterio.
Desde su creación hasta el final del mundo el Yo humano - y la historia milenaria del hombre lo testimonia a todas las latitudes - sería siempre como el famoso Icaro de Matisse una infinita sed de plenitud de felicidad. Y lo documentamos también en este tiempo definido como el tiempo del ocaso de la razón en el cual el poder nihilista dominante, no obstante su fascinación relativista y hedonista no ha logrado ni logrará apagar aquella chispa divina que brilla, quizá temblando como una hojita en la tormenta, porque hay siempre algo que de repente como un relámpago despierta la razón humana, despierta aquellos interrogantes últimos sobre la realidad y la vida.
Basta una gripe, un linfoma, un granito y ya hasta el hombre más dormido en su orgullo comienza a temblar, comienza a preguntarse el porqué. Cada uno puede, por un momento, mirar su vida, mirar su alrededor para darse cuenta de la verdad de esta provocación. Sería suficiente quedarnos en nuestro país y verificar lo que pasó en estos últimos días con la muerte del gran “Rambo”,  de Martín Chiola, de otros enfermos ilustres, que la prensa o el entorno quieren censurar en su verdad última, hasta entrar en la clínica “San Riccardo Pampuri” de la parroquia San Rafael  y verificar cuántas personas mueren cada semana, verificar la lista de los pobres enfermos terminales que esperan una cama, para darnos cuenta que la verdad no es lo que presentan los medios de comunicación o la sociedad.
Y enseguida anochece, cada uno está solo en el corazón de la tierra”, afirmaba el nobel de literatura Quasimodo. Cada uno está solo, malditamente solo con sus miles de preguntas, con su rabia cargada de soledad de un lado y del otro, con su deseo de una liberación, de un encuentro con Alguien que lo ilumine, le explique el porqué y le indique una meta.
Querido padre, hace una semana vino a visitarme un amigo diciéndome “todas las cosas me están saliendo bien, tengo un trabajo, una familia que me quiere, amigos, y sin embargo, no estoy feliz” Me quedé petrificada porque es lo que yo estoy viviendo. No sé darme las razones. Intentaré explicarme mejor con unos ejemplos:
- Hace tres meses me ha dejado mi novio después de seis años de noviazgo, con todos nuestros proyectos, deseos… He sufrido y aún tengo una cierta melancolía, también si no estoy desesperada. ¿Por qué? ¡Bah!
-  Desde hace unos meses he abandonado la Iglesia. ¿Por qué? No sé darme una respuesta. He pedido socorro… pero de balde.
¿Y ahora?¿por qué las cosas no duran? La única cosa que permanece es la inquietud. Tengo un montón de preguntas a las cuales no sé dar una respuesta. Me dicen que la vida es misteriosa. Sin embargo, no acepto el Misterio. Admito que no todo se puede conocer y comprender, pero ¿cómo se hace aceptarlo? Yo la vida no la entiendo… afirman que es un don, pero por lo que me toca a mí de hecho no lo es. ¿Cómo puede ser un don algo que no dura para siempre? Esta palabra me parece tan extraña y sin embargo, ¡deseo infinitamente el Infinito!
Hemos nacido sin pedirlo y nos encontramos sin una razón, a la búsqueda de quién sabe qué cosa, con el deseo de ser felices pero sin la posibilidad de alcanzarla en esta tierra. Entonces, ¿dónde? ¿Qué sentido tiene el correr a derecha e izquierda, comer, reír, llorar; en fin, vivir, si todo se acaba?
Es muy feo afirmarlo, sin embargo muchas veces pensando en estas cosas me he preguntado ¿Por qué tanto afán para vivir de esta manera? ¿Existe una alternativa?”.
Solamente los necios no viven dramáticamente la realidad y no vibran con miles de preguntas como las de esta chica. ¿Por qué entonces, la mayoría de nosotros no vibra de esta manera? Parecemos no sentir que también si uno aparentemente tiene todo, y sin embargo, “… no soy feliz”.
Depende de la libertad humana que puede mirar a la realidad como fuente de preocupación o de provocación. En el primer caso el punto de partida no es la realidad sino lo que uno tiene en la cabeza: sus proyectos, sus fantasías, su imaginación, sus ideas. La consecuencia es la parálisis de la razón, la ausencia de dramaticidad, la neurosis. La realidad enjaulada dentro de un esquema personal se transforma en lo que uno piensa e imagina. De aquí el miedo, la inseguridad, la incapacidad de arriesgar, la negatividad, el pesimismo. La mirada paralizada en el propio ombligo, incapaz de mirar todos los factores, la desmoralización, la pérdida de la responsabilidad. La invitación del himno de Laudes de Adviento: “Levantad la mirada a los cielos” inexistente hasta como deseo. Y esta es la postura dominante, la postura del idiota.
La segunda modalidad, la de acoger la realidad como provocación, como signo es la del hombre racional, quien agarra la realidad en su totalidad, a 360º. Para este hombre, la realidad no es una jaula, más bien una huella, una pista que conduce al encuentro con el Misterio. Por eso la realidad es sólo positiva, porque hasta el mal objetivo, como una enfermedad, despierta en el hombre miles de preguntas, también rabiosas o aparentemente  desesperadas como las de la chica, de hecho “obliga” a la libertad humana a reconocer la existencia de un “quid” último por el cual vale la pena vivir.
Es la postura que el genio de Manzoni, el más grande escritor italiano del siglo XIX, en la novela “Los novios prometidos” pone en boca del “Innonimato” (un personaje importantísimo de la novela y símbolo del hombre verdadero, atormentado como la chica por un montón de “porqués”) cuando delante del tormento de su conciencia cargada de pecados  y con una pistola entre las manos, viviendo la dramaticidad de querer acabar con su vida, grita: “Dios, si existís, revélate a mí”.
Y será Dios mismo, al amanecer del día, cuando encontrando al Cardenal Federico Borromeo de Milan, quien le responda con un abrazo en el cual este pecador experimenta la misericordia divina.
La realidad vivida como signo, sí o sí, lleva a la conversión, es decir, a reconocer la gran Presencia creadora y misericordiosa de Dios.
Sin embargo, el desastre del hombre moderno es haber reducido la realidad a apariencia. Es la postura positivista: cada cosa está allí, cada cosa existe porque existe. Se le ha quitado a la realidad la categoría del signo. Imagínense que diferencia hay entre mirar un ocaso o un amanecer como signo y el mirarlo como lo mira un positivista. O mirar a una chica como signo, como la miraba el genio de Leopardi o mirarla solamente en su aspecto fenoménico.
Es otra cosa, es otro mundo: en el primer caso la mira y contemplando su belleza no puede no afirmar: ¡Qué grande es Dios y qué bello es el mundo, qué bella es esta chica y cuánto más Aquel que la ha creado! En tanto para el positivista todo se da por igual, la realidad no remite a nada y en el caso de la chica incluso la reduce a objeto, la elimina como persona.
La realidad como signo provoca, suscita interrogantes, engendra energías siempre nuevas y da alegría y paz a la existencia. La realidad como preocupación nos lleva al manicomio.
El Adviento es el tiempo en el cual la Iglesia quiere educarnos a vivir la realidad como signo, como algo que remite al más allá, como espera. Es el momento para educarnos a estar delante de la realidad como la chica de la carta, con aquella dramaticidad que parece lindar con la desesperación, mientras es un grito al Dios aún desconocido como experiencia.
Pero no es desesperación porque ésta coincide con la eliminación de las preguntas, con el sueño de la razón, con el cinismo del corazón. “Mejor puercos como nosotros que intachables y solos” decíamos en el último editorial.
La gran batalla contra el poder dominante que quiere censurar nuestra humanidad es de la de la chica que sin miedo toma en serio toda su vida llenándose de “porqués”. Es la postura del niño y en el niño es natural porque pertenece a los padres. Es lo que todos necesitamos: una compañía para no ser tragados por el poder. La Navidad es la compañía de Dios al hombre
P. Aldo

jueves, 2 de diciembre de 2010

“Mejor puercos como nosotros” que la soledad de los intachables

Giovanni Segantini - Durmiendo en la Oscuridad

“Hombre” preguntó (el alienígena). “¿Qué estás haciendo?”
¿”Qué estoy haciendo? ¡Rezo!...pero vosotros, ¿vosotros no rezáis?”
“¿Rezar nosotros? Y ¿Para qué rezar?”
“¿Ni siquiera a Dios le rezáis nunca?”
“¡Claro que no!”, dijo la extraña creatura, “y además, cómo”.
Su aureola dejó de repente de temblar, haciéndose débil y descolorida.
“Oh, ¡pobrecitos!”, murmuró el padre Pedro. (…) “Je, je”, riéndose para sus adentros: “vosotros no tenéis el pecado original con todas sus complicaciones.
Hombres gentiles, sabios, intachables. Al demonio jamás lo habéis conocido.
Pero cuando obscurece, ¡quisiera saber cómo os sentís!
Desgraciadamente solos, presumo, muertos por la inutilidad y el tedio”.
(Mientras tanto las dos creaturas ya habían entrado a su nave y habían cerrado la puerta, y el motor ya empezaba a girar con un zumbido sordo y muy armonioso. Despacito, despacito, casi por milagro, el disco volante se separó del techo, elevándose como si fuese un globito: luego empezó a girar sobre sí mismo, y partió a una velocidad increíble hacia arriba en dirección de Géminis).
“Oh” - continuaba barboteando- “¡Seguramente Dios, nos prefiere a nosotros!”
“¡Mejor puercos como nosotros, en lugar de aquellos que parecen los primeros de la clase, pero que ni siquiera le dirigen la palabra! ¿Qué satisfacción puede tener Dios con tales gentes? Y ¿Qué significaría la vida si no existiesen el mal, el remordimiento, y el llanto?”
Esta pieza pertenece al gran escritor compueblano mío, Dino Buzzati y lo encontramos en su cuento “El disco se posó”. Él amaba, en su tormento espiritual, definirse ateo. Sin embargo, uno de sus mejores amigos lo definirá después de su muerte como un “ateo creyente”. Las palabras que hemos leído le dan perfectamente la razón. De otra forma ¿cómo podría un ateo tener una conciencia tan profunda de Dios, de la relación hombre-Dios, pecador-Dios, y que sólo encontramos en los santos?
“¡Mejor puercos como nosotros, en lugar de aquellos que parecen los primeros de la clase, pero que ni siquiera le dirigen la palabra! ¿Qué satisfacción puede tener Dios con tales gentes? Y ¿Qué significaría la vida si no existiesen el mal, el remordimiento, y el llanto?”, afirma el padre Pedro, uno de los protagonistas del cuento. Nosotros que ciertamente no tenemos la genialidad de Buzzati pero nos definimos cristianos, es decir, que pertenecemos a Cristo no podemos dejar de preguntarnos ¿qué sentido tendría la fiesta de Navidad, ya próxima, y a la cual nos introduce este tiempo de Adviento, si no existiera el mal, el pecado, la muerte; mi mal, mi pecado, mi muerte? ¿De qué serviría, o mejor, adónde me llevaría el remordimiento, el llanto mirando a mi mal, al océano de miseria que me rodea? Con certeza a la desesperación, al suicidio.
Si el hombre no pudiera experimentar a cada momento el abrazo misericordioso de lo Divino que se inclina sobre la miseria, ¿cómo podría seguir soportando esta vida que se traga sin escrúpulos a sus hijos?
No vengan a decirme que la vida sería bella aunque no existiera Cristo, porque lo mínimo que haría sería romperles la cara. Cuando entro a mi sanatorio y veo a los inocentes sufrir, gemir y después morir, ¿cómo podría aguantar sin la certeza vibrante de que Cristo está vivo y lo está en el dolor inocente que muere por mí y por ti? Si Dios no se hubiese hecho compañía al hombre, ¿qué sería de cada uno de nosotros? ¿Para qué nacer, vivir, luchar, si después todo desaparece en la nada? ¿Acaso son suficientes los inútiles reclamos a los valores humanos de las ONG anticorrupción o de una institución llamada Iglesia, a la cual se le ha sacado su dimensión ontológica de ser el sacramento universal de salvación, para permitir al hombre vivir?
Si fuera así, no se entiende el terrible vacío que nos agarra y atormenta. No se entiende la desesperación que nos lleva al hedonismo feroz, al alcoholismo, la drogadicción y al suicidio. Como no se explica la frustración de nuestros jóvenes, a los cuales el Ministerio de Educación y las instituciones “educativas” les proponen toneladas de consejos, sugerencias y propuestas éticas. No se vive de consejos ni gracias a las fórmulas. No se puede, como lo pretenden los “brujos de la mente”, medicar el vacío existencial que nos atormenta. No son suficientes millones de sesiones de psicoterapia en las cuales se gastan 150.000 guaraníes (cada vez) por 40 minutos, para sacarnos de la inutilidad de la vida o para devolvernos aquella paz interior que sólo el Misterio de la Encarnación puede iluminar y aclarar.
En estos días han muerto o por cáncer o por infarto persona bastante conocidas en nuestro continente y en nuestro país, profesionales muy aplaudidos en su trabajo, pero ¿alguien se ha puesto en discusión preguntándose que a él también le puede suceder lo mismo en un momento que ni siquiera imagina? Leemos las noticias, seguimos los hechos sucedidos y damos la vuelta a la página de los diarios, así como la damos a la página diaria de la vida, sin dejarnos interrogar o provocar. Vivimos como los alienígenas, los marcianos del cuento.
Si Dios existe, no tiene nada que ver con la vida”, solía repetir el amigo filósofo Cornelio Fabro, a quien le preguntaba cómo él miraba el problema religioso en el hombre contemporáneo. Es lo que a menudo todos vivimos. Diría Alberto Camus, el escritor francés, hablando del hombre de hoy: “existe algo peor que un alma mala y es tener una alma ya confeccionada, ya hecha. ¿Qué haremos de estos muertos vivos que no teniendo un alma al mediodía no tendrán un alma a la noche?”. “Uno, ninguno, cien mil”, escribía el novelista italiano Pirandello, hablando del hombre contemporáneo.
La falta de identidad, la ausencia de una cara bien definida, todo igual al otro, no hay movimiento, no hay dramaticidad, no hay rumbo. Al gran pintor Giovanni Segantini se le pidió alguna vez  que explicara el porqué en un cuadro había pintado todos los protagonistas con una máscara igual, a lo cual él respondió: “Porque hoy vivimos como títeres, sin personalidad, sin identidad. Uno es como el otro y el otro como todos, porque así quiere el poder que no soporta hombres libres, originales, capaces de juzgar, de tomar decisiones.
El poder, no importa su color, no soporta hombres libres y de una u otra manera busca eliminarlos. Y el modo más común, normal, para eliminar una identidad, la libertad, es la de la homologarnos, anestesiarnos, moviéndonos todos al mismo ritmo, haciendo todos las mismas cosas, buscando todos lo que el poder decide.
Y éste ha decidido que el hombre no permanezca despierto, no tenga preguntas, no moleste, no use la razón, no se ponga el problema fundamental del sentido de la vida, de dónde viene, hacia dónde va. Preguntas que son peligrosas porque se transforman en una dinamita poderosa que con certeza lo haría explotar, ya que no existe energía más poderosa que la del corazón que vibra, la de un corazón despierto. El poder existe para garantizar cada día la dosis de anestesia, de morfina, del somnífero necesario para que el hombre se duerma y una vez dormido disfrute de la paz del cementerio.
Sin embargo, existe una voz poderosa que en cada momento despierta al hombre de este sueño mortal y es la Iglesia, pero no la Iglesia reducida a una ONG o a una institución social, política o económica. Más bien la Iglesia como instrumento para alcanzar a Cristo, para encontrar a Cristo, el Único que puede responder a la humanidad de cada hombre en su totalidad, permitiéndole, como afirmaba el padre Pedro, el protagonista  del cuento de Buzzati, disfrutar de la belleza de la propia miseria.
El domingo pasado, primer domingo de Adviento, en la lectura de Laudes hemos escuchado al apóstol san Pablo decir a los romanos: “ya es hora que despertéis del sueño pues la salud está ahora más cerca que cuando abrazamos la fe. La noche va pasando, el día está encima; desnudémonos, pues, de las obras de las tinieblas y vistámonos con las armas de la luz.”. Y el evangelio de ese domingo, como un puñetazo en el estomago, nos recordaba las palabras de Jesús: “(...) Por tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en su casa. Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.»”.
“Ya es hora de despertarnos del sueño…”, es decir, ha llegado el momento de tomar en serio la propia vida, la propia humanidad con sus exigencias de felicidad, de amor, de justicia, de belleza, de verdad, porque si seguimos censurando lo que forma el tejido ontológico del Yo humano, jamás saldremos de la noche en la cual vivimos y la muerte se precipitará destruyéndonos como la furia de un río desbordado, como nos lo recuerda el evangelio.
En estos días hemos visto cómo murió a los 63 años un conocido político (también un conocido médico y un deportista famoso, corredor de autos). Ha sido suficiente un infarto mientras iba a un acto cultural y todo acabó. Ha sido suficiente un cáncer y el estimado médico falleció, dejándonos a todos aquí. Son hechos que acontecen a menudo. ¡Cuántos hombres “importantes” en nuestro país en este momento tienen cáncer! Y ¿de qué les sirve su poder si no han tenido la humildad de arrodillarse delante de Jesús?
Estad en vela porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor”. Solamente un hombre despierto, es decir, un hombre apasionado por la realidad, apasionado al propio destino, podrá ser alcanzado por Cristo, por la pretensión de Cristo de ser la única respuesta, como lo ha sido para Zaqueo, Juan y Andrés, la adultera, la samaritana, a lo que el corazón busca ansiosamente.
“Estad alerta” para no ser reducido, como a los alienígenas del cuento de Buzzati, sino de vibrar por aquella conmoción evidente en la personalidad del padre Pedro: “¡Mejor puercos como nosotros, en lugar de aquellos que parecen los primeros de la clase, pero que ni siquiera le dirigen la palabra! ¿Qué satisfacción puede tener Dios con tales gentes? Y ¿qué significaría la vida si no existiesen el mal, el remordimiento, y el llanto?”
¡Qué bello, qué conmoción: la Navidad es la compañía de Dios al hombre, a este hombre “puerco” o mejor, en el lenguaje cristiano, pecador!
P. Aldo