Giovanni Segantini - Durmiendo en la Oscuridad |
“Hombre” preguntó (el alienígena). “¿Qué estás haciendo?”
¿”Qué estoy haciendo? ¡Rezo!...pero vosotros, ¿vosotros no rezáis?”
“¿Rezar nosotros? Y ¿Para qué rezar?”
“¿Ni siquiera a Dios le rezáis nunca?”
“¡Claro que no!”, dijo la extraña creatura, “y además, cómo”.
Su aureola dejó de repente de temblar, haciéndose débil y descolorida.
“Oh, ¡pobrecitos!”, murmuró el padre Pedro. (…) “Je, je”, riéndose para sus adentros: “vosotros no tenéis el pecado original con todas sus complicaciones.
Hombres gentiles, sabios, intachables. Al demonio jamás lo habéis conocido.
Pero cuando obscurece, ¡quisiera saber cómo os sentís!
Desgraciadamente solos, presumo, muertos por la inutilidad y el tedio”.
(Mientras tanto las dos creaturas ya habían entrado a su nave y habían cerrado la puerta, y el motor ya empezaba a girar con un zumbido sordo y muy armonioso. Despacito, despacito, casi por milagro, el disco volante se separó del techo, elevándose como si fuese un globito: luego empezó a girar sobre sí mismo, y partió a una velocidad increíble hacia arriba en dirección de Géminis).
“Oh” - continuaba barboteando- “¡Seguramente Dios, nos prefiere a nosotros!”
“¡Mejor puercos como nosotros, en lugar de aquellos que parecen los primeros de la clase, pero que ni siquiera le dirigen la palabra! ¿Qué satisfacción puede tener Dios con tales gentes? Y ¿Qué significaría la vida si no existiesen el mal, el remordimiento, y el llanto?”
Esta pieza pertenece al gran escritor compueblano mío, Dino Buzzati y lo encontramos en su cuento “El disco se posó”. Él amaba, en su tormento espiritual, definirse ateo. Sin embargo, uno de sus mejores amigos lo definirá después de su muerte como un “ateo creyente”. Las palabras que hemos leído le dan perfectamente la razón. De otra forma ¿cómo podría un ateo tener una conciencia tan profunda de Dios, de la relación hombre-Dios, pecador-Dios, y que sólo encontramos en los santos?
“¡Mejor puercos como nosotros, en lugar de aquellos que parecen los primeros de la clase, pero que ni siquiera le dirigen la palabra! ¿Qué satisfacción puede tener Dios con tales gentes? Y ¿Qué significaría la vida si no existiesen el mal, el remordimiento, y el llanto?”, afirma el padre Pedro, uno de los protagonistas del cuento. Nosotros que ciertamente no tenemos la genialidad de Buzzati pero nos definimos cristianos, es decir, que pertenecemos a Cristo no podemos dejar de preguntarnos ¿qué sentido tendría la fiesta de Navidad, ya próxima, y a la cual nos introduce este tiempo de Adviento, si no existiera el mal, el pecado, la muerte; mi mal, mi pecado, mi muerte? ¿De qué serviría, o mejor, adónde me llevaría el remordimiento, el llanto mirando a mi mal, al océano de miseria que me rodea? Con certeza a la desesperación, al suicidio.
Si el hombre no pudiera experimentar a cada momento el abrazo misericordioso de lo Divino que se inclina sobre la miseria, ¿cómo podría seguir soportando esta vida que se traga sin escrúpulos a sus hijos?
No vengan a decirme que la vida sería bella aunque no existiera Cristo, porque lo mínimo que haría sería romperles la cara. Cuando entro a mi sanatorio y veo a los inocentes sufrir, gemir y después morir, ¿cómo podría aguantar sin la certeza vibrante de que Cristo está vivo y lo está en el dolor inocente que muere por mí y por ti? Si Dios no se hubiese hecho compañía al hombre, ¿qué sería de cada uno de nosotros? ¿Para qué nacer, vivir, luchar, si después todo desaparece en la nada? ¿Acaso son suficientes los inútiles reclamos a los valores humanos de las ONG anticorrupción o de una institución llamada Iglesia, a la cual se le ha sacado su dimensión ontológica de ser el sacramento universal de salvación, para permitir al hombre vivir?
Si fuera así, no se entiende el terrible vacío que nos agarra y atormenta. No se entiende la desesperación que nos lleva al hedonismo feroz, al alcoholismo, la drogadicción y al suicidio. Como no se explica la frustración de nuestros jóvenes, a los cuales el Ministerio de Educación y las instituciones “educativas” les proponen toneladas de consejos, sugerencias y propuestas éticas. No se vive de consejos ni gracias a las fórmulas. No se puede, como lo pretenden los “brujos de la mente”, medicar el vacío existencial que nos atormenta. No son suficientes millones de sesiones de psicoterapia en las cuales se gastan 150.000 guaraníes (cada vez) por 40 minutos, para sacarnos de la inutilidad de la vida o para devolvernos aquella paz interior que sólo el Misterio de la Encarnación puede iluminar y aclarar.
En estos días han muerto o por cáncer o por infarto persona bastante conocidas en nuestro continente y en nuestro país, profesionales muy aplaudidos en su trabajo, pero ¿alguien se ha puesto en discusión preguntándose que a él también le puede suceder lo mismo en un momento que ni siquiera imagina? Leemos las noticias, seguimos los hechos sucedidos y damos la vuelta a la página de los diarios, así como la damos a la página diaria de la vida, sin dejarnos interrogar o provocar. Vivimos como los alienígenas, los marcianos del cuento.
“Si Dios existe, no tiene nada que ver con la vida”, solía repetir el amigo filósofo Cornelio Fabro, a quien le preguntaba cómo él miraba el problema religioso en el hombre contemporáneo. Es lo que a menudo todos vivimos. Diría Alberto Camus, el escritor francés, hablando del hombre de hoy: “existe algo peor que un alma mala y es tener una alma ya confeccionada, ya hecha. ¿Qué haremos de estos muertos vivos que no teniendo un alma al mediodía no tendrán un alma a la noche?”. “Uno, ninguno, cien mil”, escribía el novelista italiano Pirandello, hablando del hombre contemporáneo.
La falta de identidad, la ausencia de una cara bien definida, todo igual al otro, no hay movimiento, no hay dramaticidad, no hay rumbo. Al gran pintor Giovanni Segantini se le pidió alguna vez que explicara el porqué en un cuadro había pintado todos los protagonistas con una máscara igual, a lo cual él respondió: “Porque hoy vivimos como títeres, sin personalidad, sin identidad. Uno es como el otro y el otro como todos, porque así quiere el poder que no soporta hombres libres, originales, capaces de juzgar, de tomar decisiones”.
El poder, no importa su color, no soporta hombres libres y de una u otra manera busca eliminarlos. Y el modo más común, normal, para eliminar una identidad, la libertad, es la de la homologarnos, anestesiarnos, moviéndonos todos al mismo ritmo, haciendo todos las mismas cosas, buscando todos lo que el poder decide.
Y éste ha decidido que el hombre no permanezca despierto, no tenga preguntas, no moleste, no use la razón, no se ponga el problema fundamental del sentido de la vida, de dónde viene, hacia dónde va. Preguntas que son peligrosas porque se transforman en una dinamita poderosa que con certeza lo haría explotar, ya que no existe energía más poderosa que la del corazón que vibra, la de un corazón despierto. El poder existe para garantizar cada día la dosis de anestesia, de morfina, del somnífero necesario para que el hombre se duerma y una vez dormido disfrute de la paz del cementerio.
Sin embargo, existe una voz poderosa que en cada momento despierta al hombre de este sueño mortal y es la Iglesia, pero no la Iglesia reducida a una ONG o a una institución social, política o económica. Más bien la Iglesia como instrumento para alcanzar a Cristo, para encontrar a Cristo, el Único que puede responder a la humanidad de cada hombre en su totalidad, permitiéndole, como afirmaba el padre Pedro, el protagonista del cuento de Buzzati, disfrutar de la belleza de la propia miseria.
El domingo pasado, primer domingo de Adviento, en la lectura de Laudes hemos escuchado al apóstol san Pablo decir a los romanos: “ya es hora que despertéis del sueño pues la salud está ahora más cerca que cuando abrazamos la fe. La noche va pasando, el día está encima; desnudémonos, pues, de las obras de las tinieblas y vistámonos con las armas de la luz.”. Y el evangelio de ese domingo, como un puñetazo en el estomago, nos recordaba las palabras de Jesús: “(...) Por tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en su casa. Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.»”.
“Ya es hora de despertarnos del sueño…”, es decir, ha llegado el momento de tomar en serio la propia vida, la propia humanidad con sus exigencias de felicidad, de amor, de justicia, de belleza, de verdad, porque si seguimos censurando lo que forma el tejido ontológico del Yo humano, jamás saldremos de la noche en la cual vivimos y la muerte se precipitará destruyéndonos como la furia de un río desbordado, como nos lo recuerda el evangelio.
En estos días hemos visto cómo murió a los 63 años un conocido político (también un conocido médico y un deportista famoso, corredor de autos). Ha sido suficiente un infarto mientras iba a un acto cultural y todo acabó. Ha sido suficiente un cáncer y el estimado médico falleció, dejándonos a todos aquí. Son hechos que acontecen a menudo. ¡Cuántos hombres “importantes” en nuestro país en este momento tienen cáncer! Y ¿de qué les sirve su poder si no han tenido la humildad de arrodillarse delante de Jesús?
“Estad en vela porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor”. Solamente un hombre despierto, es decir, un hombre apasionado por la realidad, apasionado al propio destino, podrá ser alcanzado por Cristo, por la pretensión de Cristo de ser la única respuesta, como lo ha sido para Zaqueo, Juan y Andrés, la adultera, la samaritana, a lo que el corazón busca ansiosamente.
“Estad alerta” para no ser reducido, como a los alienígenas del cuento de Buzzati, sino de vibrar por aquella conmoción evidente en la personalidad del padre Pedro: “¡Mejor puercos como nosotros, en lugar de aquellos que parecen los primeros de la clase, pero que ni siquiera le dirigen la palabra! ¿Qué satisfacción puede tener Dios con tales gentes? Y ¿qué significaría la vida si no existiesen el mal, el remordimiento, y el llanto?”
¡Qué bello, qué conmoción: la Navidad es la compañía de Dios al hombre, a este hombre “puerco” o mejor, en el lenguaje cristiano, pecador!
P. Aldo
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