… Vendrá y tendrá tus ojos”, señor Magistrado, que te prostituyes al dinero y al poder con la ilusión de poder comprar la felicidad; “…vendrá y tendrá tus ojos”, señor abogado, inescrupuloso y hambriento de plata que estafas al huérfano y a la viuda y que pretendes de quien necesita lo que vos no sembraste o que usaste el lenguaje venal de la hipocresía para llenar tu bolsillo y quizás usando también el nombre de Cristo y apelando a la justicia.
“… vendrá y tendrá tus ojos”, señor Capo del gobierno, señores Ministros, parlamentarios, intendentes, concejales, que en lugar de buscar el bien común de la gente humilde, creando leyes que nazcan de la voz de la realidad y de las verdaderas necesidades del pueblo, os aprovecháis para imponer vuestras ideologías, favoreciendo sus propios intereses personales o de los poderosos o que vendéis la cultura y la tradición de nuestro pueblo que aún está anclado a la concepción del hombre, varón y mujer, al derecho exclusivo e intransferible de los padres sobre la educación de los hijos y que cree en la familia monogámica y heterosexual, sustituyéndola con propuestas legislativas inhumanas, irracionales o “educativas” que de hecho deforman, pervierten el orden antropológico y cósmico establecido por el Creador.
“… vendrá y tendrá tus ojos”, señor latifundista que te preocupas como el estanciero del evangelio quien habiendo incrementado al ciento por ciento su ganancia se dice a sí mismo: “Túmbate alma mía, dedícate a la farra, a las mujeres, a cualquier forma de diversión, porque ya no te falta nada”; “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, señor campesino sin tierra o habitante del bañado y de La Chacarita, que en lugar de dejarte educar prefieres quedarte en aquella deplorable ignorancia, razón por la cual seguís mendigando y aprovechándote de los demás, determinado por tu haraganería.
“… vendrá y tendrá tus ojos”, Monseñor, Reverendo, que aprovechándose de “tu estado”, de “tu ministerio”, buscaste la carrera, el poder, los intereses personales en lugar de ser un apasionado administrador de los divinos misterios, olvidando cuanto la milenaria Tradición de la Iglesia canta en el momento que un cardenal es elegido Papa: “Sic transit gloria mundi” (así pasa la gloria del mundo). “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, querido cura que abandonaste tu vocación por la política o el poder, convencido que lo que no pudo Cristo está a tu alcance.
“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos” afirmaba el poeta Cesare Pavese. ¡Qué realismo, qué sabiduría en este momento (2 de noviembre) en el cual la Iglesia propone la conmemoración de todos los difuntos, poder mirar a la cara a la muerte sin miedo, sino con sinceridad, en un mundo que vive con la ilusión de acabar con este límite!
Y en fin - quizás pronto, dada la edad - llegará también mi muerte y todo lo que he hecho se acabará y si en lugar de buscar la gloria de Dios he buscado la mía, que el Señor tenga piedad de mi.
“Memento mori” (”Recuerda que morirás”) era el modo con el cual se deseaban el buen día los cartujos, los monjes encerrados en los monasterios de clausura, viviendo totalmente por el Señor, a lo largo de los siglos. Y con la conciencia de esta verdad indiscutible, crearon la civilización de la Europa Medieval y de las Reducciones Jesuíticas porque no hay nada como la familiaridad con la muerte que despierta el dinamismo de la razón transformándola en operatividad, en trabajo.
La muerte remite a la eternidad, y como afirmaba el gran arquitecto Gaudí: “el hombre trabaja sólo cuando su perspectiva es la eternidad”. La misma filosofía ha nacido como tentativa de la razón de resolver el problema de la muerte, con todos los interrogantes que suscita esta verdad que ni siquiera los peores ateos pueden negar. A lo largo de la historia humana este ha sido el enigma más cruel, más difícil de resolver y ningún ser humano, ni siquiera la genialidad de la filosofía griega, alcanzó una respuesta clara, definitiva, que sólo dará el Misterio a través de la Encarnación de su Hijo .
Los mitos, la imaginación, las diferentes tentativas de respuesta a es te drama, que ésta realidad suscitó también en los genios de la antigüedad han sido un interesante punto de llegada de la razón humana, en cuanto que todos reconocen la existencia de un más allá al cual todos estamos destinados. Todos han afirmado que el ser humano no puede acabarse en la nada, todos han reconocido que el corazón, la inteligencia humana tienen como objeto el Infinito, sin el cual sería absurda la misma existencia y el suicidio sería el gesto más lógico del mundo.
Pero no sólo los genios del pasado sino la misma filosofía y literatura contemporánea han subrayado en modo diferente la necesidad de explicar el sentido de la vida, de la cual la muerte es un paso necesario, para encontrar aquel Misterio que la estructura misma del Yo reconoce como la consistencia, la razón de sí.
Escribe Montale, Nobel de literatura: “bajo el infinito azul del cielo un pájaro volando va sin nunca parar, porque todas las imágenes llevan escrito: más allá”. Y el pota Ungeretti afirma: “Encerrado entre cosas que mueren (hasta el cielo lleno de estrellas se acabará) ¿por qué desea a Dios?”. Solamente los necios, dice el Salmo, no reconocen esta verdad, este grito del hombre. Sin embargo, la cultura nihilista de hoy, fruto del racionalismo, es decir del hombre que - como nuevo Prometeo quiere desafiar a Dios, sustituyéndoLe como dueño del mundo - está dominado por esta necedad que cada día logra anestesiar la razón y el corazón de todos.
El hombre, embriagado por su orgullo, por su sed de poder puede censurar la muerte, pero llegará siempre el momento en el cual se encontrará cara a cara con el y el encuentro será dramático. Ya el dolor es preludio de este encuentro. “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. Y aquel momento se revelará como la última posibilidad para recapacitar y reconocer la Presencia del Misterio y por consiguiente el sentido de la vida en su dimensión eterna. De lo contrario, se precipitará en el abismo de la nada que hoy tiene la cara de la eutanasia o del suicidio.
El mundo, el hombre de hoy en su orgullo no quiere ni siquiera pensar en esta verdad, acogida por San Francisco como “nuestra hermana muerte corporal”, y por eso vive anulado, homologado en su personalidad. Miremos a cuantos caminan a nuestro lado o a nosotros mismos: ¿no parecemos unos zombis que caminan, a un concierto de títeres manejados por el poder dominante? Lo que es peor es que la Iglesia misma se ha olvidado de hablar de la muerte y de los novísimos “muerte, juicio, infierno, paraíso”. La Iglesia misma ha olvidado como conciencia de sí lo que cada domingo reza en el último artículo del “Credo” y que es el más importante, porque si Dios existiera pero no existiera la resurrección ¿qué me interesaría de su existencia?
“Creo en la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén”, rezamos cada domingo, sin embargo ¿qué clase de sentimiento, qué conciencia despierta en nosotros ésta afirmación? ¿Cómo incide en la vida cotidiana, despertando el uso de la razón o todo se queda en el tranquilo-pa? Cuando era pequeño, el pensamiento de la muerte era familiar. Mis padres y la Iglesia cada día nos recordaba en los novísimos, las últimas verdades de la vida y de esta educación nació la libertad y el respeto por los difuntos.
Cuántas veces fui testigo de que mientras en un cuarto nacía un bebe en otro moría el abuelo o un miembro de la familia. Y así, al mismo mientras que se festejaba (fiesta no tiene nada que ver con farra) el nacimiento del bebe, se lloraba la muerte del ser querido. Las sonrisas por un nacimiento se mezclaban con las lágrimas del dolor por la persona querida que había alcanzado el cielo. No sólo esto, sino que el respeto por la majestuosidad de la muerte determinaba el clima de todo el pueblo. Cuando - éramos todos campesinos y trabajábamos en la chacra - escuchábamos el toque de las campanas, muy diferente al de las fiestas, enseguida estábamos al tanto de la muerte de un compueblano y todos nos poníamos a rezar “Dale Señor el descanso eterno”.
El día del funeral todo el pueblo a pie, en la cabeza la cruz, los monaguillos y el cura, después de la misa solemne de cuerpo presente, acompañaba llevando el ataúd en los hombros hasta el cementerio donde el cura daba la despedida con la última bendición. La muerte era amiga, no causaba trauma, no era un problema para los niños como ahora una moderna psicología ideológica suele afirmar.
La gracia más grande que Dios me ha dado, además de esta educación, ha sido la clínica para enfermos terminales “Casa Divina Providencia San Riccardo Pampuri” que pocos visitan, o mejor, huyen por cobardía pero llegará su turno y sin embargo, para mí es el origen de mi alegría, de mi dinamismo, porque asistiendo a los que mueren veo la Presencia dulce y amorosa del Cristo resucitado.
La cosa más bella de la muerte, que es la cara bella de un chico o una chica que muere o la arrugada y no menos bella de un anciano, me permite no mentirme a mí mismo viviendo anestesiado y sentir viva la Presencia del Paraíso.
“Memento mori” nos saludábamos al despertarnos cuando, joven novicio de 18 años, encontrábamos los compañeros en el corredor que llevaba a la capilla. No había nada más lindo para comenzar el día, para que ya desde la madrugada la razón pudiera despertarse a la positividad de la realidad como signo del Misterio y como ventana al Infinito.
Amigos, es inútil que intentemos escapar de la muerte porque ella camina contigo. ¿Recuerdan la famosa película de Bergman “El séptimo sello”, donde el protagonista alcanzado por la muerte, lleno de espanto la desafía a una partida de ajedrez con la ilusión de poder ganarle dándole “jaque mate”? La muerte acepta la orgullosa provocación del caballero medieval… pero no obstante la infantil tentativa de engañarla con un movimiento equivocado la muerte sale victoriosa llevándoselo consigo.
La Iglesia en este tiempo de Noviembre nos recuerda esta verdad que tiene su culminación en la vida eterna. ¡Qué conciencia tenía San Francisco para agradecer al Señor por nuestra hermana muerte corporal! Al contrario, nosotros vivimos como idiotas, convencidos que la vida depende de nosotros.
Me encanta proponer a cuantos, aún no prostituidos al poder moderno, usan la razón, las letanías de la buena muerte, en las cuales se describe muy bien el lento e inexorable acabarse de nuestro cuerpo, rumbo a la resurrección final. El cuerpo se queda por un tiempo en el cementerio en la espera del juicio final, pero el alma en el momento mismo que deja el cuerpo se encuentra con Dios.
Finalmente, aprovechando del próximo día de conmemoración de todos los difuntos, quiero proponer a los lectores las “letanías de la buena muerte”, en un tiempo familiares al pueblo cristiano, para que tengamos la valentía de mirar la realidad que nos espera y cómo se presentará la muerte en la vida de cada uno.
Cuando mis pies, fríos ya, me adviertan que mi carrera en este valle de lágrimas está por acabarse; Jesús misericordioso, tened piedad de mí.
Cuando mis manos trémulas ya no puedan estrechar el Crucifijo, y a pesar mío le dejan caer sobre el lecho de mi dolor; Jesús misericordioso, tened piedad de mí.
Cuando mis ojos, apagados con el dolor de la cercana muerte, fijen en Vos por última vez sus miradas moribundas; Jesús misericordioso, tened piedad de mí.
Cuando mis labios fríos y balbucientes pronuncien por última vez vuestro santísimo Nombre; Jesús misericordioso, tened piedad de mí.
Cuando mi cara pálida amoratada causa ya lástima y terror a los circunstantes, y los cabellos de mi cabeza, bañados con el sudor de la muerte, anuncien que está cercano mi fin; Jesús misericordioso, tened piedad de mí.
Cuando mis oídos, próximos a cerrarse para siempre a las conversaciones de los hombres, se abran para oír de vuestra boca la sentencia irrevocable que marque mi suerte para toda la eternidad; Jesús misericordioso, tened piedad de mí.
Cuando mi mente, agitada por horrendos fantasmas, se vea sumergida en mortales congojas, y mi espíritu, perturbado por el temor de vuestra justicia, a la vista de mis iniquidades, luche con el ángel de las tinieblas, que quisiera precipitarme en el seno de la desesperación; Jesús misericordioso, tened piedad de mí.
Cuando mi corazón, débil y oprimido por el dolor de la enfermedad, esté sobrecogido del horror de la muerte, fatigado y rendido por los esfuerzos que hubiere hecho contra los enemigos de mi salvación; Jesús misericordioso, tened piedad de mí.
Cuando derrame mis última lágrimas, síntomas de mi destrucción, recibidlas, Señor, en sacrificio de expiación, para que muera como víctima de penitencia, y en aquel momento terrible, Jesús misericordioso, tened piedad de mí.
Cuando mis parientes y amigos, juntos a mí, lloren al verme en el último trance, y cuando invoquen vuestra misericordia en mi, favor; Jesús misericordioso, tened piedad de mi.
Cuando perdido el uso de los sentidos, desaparezca todo el mundo de mi vista y gima entre las últimas agonías y afanes de la muerte; Jesús misericordioso, tened piedad de mí.
Cuando los últimos suspiros del corazón fuercen a mi alma a salir del cuerpo, aceptadlos como señales de una santa impaciencia de ir a reinar con Vos, entonces: Jesús misericordioso, tened piedad de mí.
Cuando mi alma salga de mi cuerpo, dejándolo pálido, frío y sin vida, aceptad la destrucción de él como un tributo que desde ahora quiero ofrecer a vuestra Majestad, y en aquella hora: Jesús misericordioso, tened piedad de mí.
En fin, cuando mi alma comparezca delante de Vos, para ser juzgada, no la arrojéis de vuestra presencia, sino dignaos recibirla en el seno amoroso de vuestra misericordia, para que cante eternamente vuestras alabanzas; Jesús misericordioso, tened piedad de mí.
Cada uno no olvide lo que la tradición de la Iglesia nos ha transmitido: “Memorare novísima tua et in aeternum non pecabis” (Acuérdate de tus novísimos y eternamente no pecarás)
P. Aldo