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martes, 5 de octubre de 2010

La “cultura” gay es la punta del iceberg del ocaso de la razón (Jueves 30/09/10)

Ícaro - Henri Matisse
No cabe duda que la iniciativa promovida por los laicos de los movimientos “Fedavifa” y “Queremos papá y mamá”, para el día 2 de octubre de 2010, sea loable y que todos tenemos que apoyarla participando en modo concreto con nuestra presencia física y no sólo moral. Lo que está en juego, en las próximas semanas, no es una cosa cualquiera sino la concepción misma del ser humano, de su dignidad y, por consiguiente, de la familia y la sociedad.
Me encantó el panfleto que lleva como invitación de parte de los niños y padres  un eslogan muy significativo: “Queremos papá y mamá”.
La tentativa de introducir en el país una ley favorable a la unión gay atenta, contra el principio natural que Dios mismo puso como dimensión ontológica del ser humano, que pretende que no exista otra realidad más que la del matrimonio heterosexual. Cualquier otra iniciativa es una perversión del orden natural.
No es una cuestión de fe sino de razón, porque es la razón, entendida como la capacidad de mirar la realidad según la totalidad de los factores que la componen, que exige respetar lo que a nuestros ojos es una evidencia que se impone y no necesita demostración filosófica: los cuerpos masculino y femenino están hechos en modo perfecto como un encastre, es decir, uno para el otro, uno que encaja en el otro.
Diríamos que la anatomía misma lo demuestra, además de las diferencias y complementos psicológicos que definen al ser humano como masculino o femenino. Todo lo que niega esta evidencia no sólo es irracional sino una grave desviación de la naturaleza humana, manoseada por una lógica perversa cuyos principios son el libertinaje y el hedonismo salvaje.
Si es aprobada una ley que favorezca la perversión de las uniones gay, dentro de unos años llegaremos a legalizar hasta las uniones de seres humanos con las bestias.
El hedonismo no tiene frenos. “Abisus abisum invocat” decían los latinos. Es decir, se comienza con una grieta en la represa que contiene la belleza del ser humano y con el tiempo esta grieta se vuelve un agujero espantoso hasta que la represa misma cae permitiendo al enorme volumen de agua arrastrar detrás de sí cualquier signo de vida y dejando un desierto cargado de muerte.
Por eso, delante de la necedad de aquellas organizaciones a las cuales no les importa nada del ser humano y practican una política que tiene su raíz en una concepción de la persona humana similar a la de cualquier animal, también si es de una especie superior, es necesario testimoniar que aún el mundo no es un zoológico, que aún existen seres humanos para quienes los genitales no ocupan el lugar de la razón, que están dispuestos a impedir con el martirio, si es necesario- que la perversión se vuelva ley, destruyendo, ignorando la cultura bella, clara, firme, de nuestro pueblo y por la cual el hombre, varón y mujer, no pueden ser sustituidos con el concepto de género y que el matrimonio monogámico y heterosexual es intocable y que nadie se permita ponerlo en discusión.
Sin embargo, sería reductivo dejar el compromiso de los católicos en defensa de la persona humana a una manifestación de plaza, a una iniciativa parlamentaria, porque el desafío que una eventual propuesta de ley a favor de las uniones gay, nos obliga a preguntarnos: ¿Quién es Cristo para cada uno de nosotros? ¿Por qué, nosotros los cristianos, hemos permitido que se llegue a esta situación cultural en la cual domina el hedonismo y el relativismo?
Amigos, la cultura que lleva a legalizar cualquier clase de perversión es la cultura que respiramos, es la cultura que nos define también a los cristianos de hoy. Seamos sinceros y honestos con nosotros mismos ¿Acaso no es también para nosotros el placer por el placer parte de la concepción que tenemos de la vida? Pensemos cuál concepción tenemos de la familia, de la fidelidad, del hombre, de la mujer, de los relacionamientos entre varón y mujer, de la educación, etc.
La “cultura” de la perversión o gay es la punta del iceberg que revela la crisis del cristianismo y el ocaso de la razón. Ya muchas veces hemos repetido el juicio de Charles Péguy “somos los primeros después de Cristo sin Cristo”. Vuelvo a reproponer lo que afirmaba un conocido estudioso de Nietzsche, comentando cuanto el filósofo alemán quería decir hablando de la muerte de Dios: 
“Nietzsche nos advertía que la muerte de Dios es perfectamente compatible con una religión burguesa. Él no pensó nunca que la religión tuviera que acabar. Cuando hablaba de la muerte de la religión, hablaba del fin de su capacidad de mover la mente, de despertar el Yo. No se trata de una religión como práctica, sino de su capacidad de despertar la esperanza. La religión se volvió un producto de consumo, una forma de entretenimiento, un consuelo  para los débiles, una estación de servicio emotivo destinada a apagar algunas necesidades irracionales que la religión está en condiciones de satisfacer mejor que cualquier otra cosa. Aunque suene unilateral el diagnóstico, Nietzsche daba en el clavo”.
Creo que nadie puede objetar y decir que este juicio es falso. Pensemos, por ejemplo, en la Iglesia de nuestro país y en nuestros pastores, qué clase de “testimonio” han ofrecido al mundo en estos últimos años. ¿Dónde está nuestra capacidad de anunciar el Acontecimiento cristiano? ¿En qué consiste nuestra pastoral? ¿Cuáles son nuestras preocupaciones a nivel de evangelización? ¿Nosotros, pastores y laicos, vibramos de un amor total, apasionado, por Cristo?
Dolorosamente, sin generalizar, debemos reconocer que hemos reducido la Iglesia, el cristianismo, a cuanto expresa el estudioso de Nietzsche. Sin embargo, dentro de este relativismo y conformismo tuviera dominante se impone la figura del Santo Padre quien hasta en su visita a Inglaterra  donde todos hablaban de un fracaso mientras que se  reveló un suceso evangélico, humano, único e inimaginable  reclamó de nosotros cristianos la urgencia de la santidad, de la conversión, de volver a Cristo para amarlo con la misma pasión del Beato cardenal Newman, de los primeros cristianos y de toda aquella muchedumbre de santos que llenan Iglesia.
El mundo de hoy no es muy diferente de aquel mundo que encontró Pedro y Pablo llegando a Roma, ni de aquel mundo que conoció San Benito después de la destrucción del Imperio Romano, ni de aquel mundo que encontraron los jesuitas llegando al Paraguay. Si hay una diferencia  ciertamente abismal  entre aquellos mundos y el nuestro, está en el hecho que nosotros somos “los primeros sin Cristo después de Cristo” mientras que aquellos mundos no conocían a Cristo. No cabe duda que de ésta diferencia nace la necesidad de una decisión, hoy día aún más radical, por Cristo.
Cuando Pedro y Pablo llegaron a Roma ¿qué encontraron? Un pueblo para el cual quien no era ciudadano romano era “una cosa que caminaba y hablaba”, es decir, un objeto sin dignidad y derechos, pasible de ser víctima de cualquier perversión. El hedonismo, la inmoralidad, era la cultura dominante, la cual llevó el Imperio a su ocaso. ¿Qué hicieron Pedro y Pablo y los primeros cristianos? ¿Salieron a la plaza, a la calle con panfletos  gritando eslóganes? Tuvieron que vivir por casi trescientos años en las catacumbas y cuando en el 313, con el edicto de Constantino, ganaron la libertad de culto, la única preocupación que los animó fue la de “anunciar a Cristo y Cristo crucificado”, como ya había dicho San Pablo después de su fracaso en el areópago de Atenas, en el cual intentó convencer con razonamientos muy sutiles a los congresistas allí reunidos para escuchar la doctrina que predicaba.
Dirá Charles Péguy, muchos siglos después: “También en el tiempo de los romanos había corrupción y ¡qué corrupción!, sin embargo, Cristo no perdió su tiempo en gemir, en poner pasacalles, etc., simplemente cortó la cuestión y creó el cristianismo”.
San Benito era un joven de Nursia, testigo de las cenizas en que se había convertido el Imperio más grande de la historia gracias a las invasiones de los bárbaros que destruyeron toda una civilización milenaria. ¿Qué hizo San Benito? ¿Se puso a llorar sobre la leche derramada? No. Hizo el cristianismo. Comenzó con un grupito de amigos en Subiaco y después en Montecasino. Y aquel grupito en el tiempo se volvió un grupo grande del cual salió la bella e imponente figura del Papa San Gregorio Magno, quien reformó la Iglesia y envió a otro benedictino a Inglaterra, San Agustín de Canterbury, el cual evangelizó ese país, creando monasterios. Y de estos monasterios salió San Bonifacio quien después se fue a Alemania a evangelizar la raza de los “Teutones”… De esta manera nació la gran Europa Medioeval. El cristianismo se difundió por envidia.
Mil años más tarde pasó lo mismo en nuestro continente. Un continente habitado por los Mayas, Incas, Aztecas, poblaciones de una corrupción y violencia únicas. Bastaría ver la película “Apocalipto” de Mel Gibson para hacerse una pálida idea de la brutalidad y perversión en que vivían aquellos. También los Guaraníes, dentro de la diferencia abismal con sus pares andinos, porque culturalmente eran mucho más profundos y agudos, vivían una situación primitiva en la cual el canibalismo, la poligamia, la concepción de la mujer, etc., no era diferente a la de los  demás pueblos que habitaban la tierra que aún no había conocido a Cristo.
¿Qué hicieron los jesuitas, franciscanos y demás órdenes que llegaron? ¿se pusieron a gritar en contra, organizaron manifestaciones? Simplemente anunciaron a Cristo con la pasión y el entusiasmo que sólo un enamorado puede comprender. Qué bello lo escrito por Ruiz de Montoya en su diario “la conquista espiritual del Paraguay”: “por dos años no hablamos de moral sexual y matrimonial a los Indios, porque no queríamos quemar aquellas tiernas plantitas que recién estaban abriéndose a la fe con una moral incomprensible. Por dos años nos preocupamos de anunciar lo bello del cristianismo… y encontrando a Cristo, ellos mismos pidieron el matrimonio monogámico.”
Ayer como hoy, y en particular en este momento en el cual “somos los primeros después de Cristo sin Cristo”, la urgencia es sólo una: mostrar con la vida la belleza, la fascinación del Acontecimiento cristiano. Como cristianos somos una absoluta minoría, sin embargo, todos los hombres tenemos el mismo corazón que es como un globito inflado. Podemos hacer todo lo posible para que se quede bajo el agua, pero nunca lo lograremos  porque en cualquier momento saldrá a la superficie del agua.
El corazón del hombre es como el agua. Inútilmente trataremos de detenerla construyendo diques y represas… ella siempre encontrará una modalidad para llegar al océano. Es decir, es el corazón el que busca a Cristo, tiene hambre y sed de Cristo. El problema es que faltan cristianos enamorados de Cristo y testigos de su resurrección. El único compromiso que nos pide el mundo “gay” o no “gay” es ser  lo que somos por gracia, porque también el “gay” tiene un corazón y uno no puede engañarlo dándole a comer excrementos.
 
P. Aldo

1 comentario:

  1. Eduardo Codas6:34

    Señor Trento
    Comentarios tan ridiculos como que esto llevara a legalizar la union de los hombres con las bestias son solo explicables a mi parecer por las distorciones que le provoca su interpretacion de su religion, este tipo de religiosidad que usted lleva, ha causado mucho daño y lo sigue haciendo,pero espero que no por mucho tiempo.

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