Mons. O'malley, arzobispo de Boston y ahora cardenal, durante la misa central en Caacupé |
“La Iglesia advierte al gobierno: el país sin rumbo por la falta de conducción de las autoridades nacionales disparó ayer desde el púlpito el obispo de Caacupé, durante la Misa central por las fiestas marianas. Advierte que si continua creciendo la inseguridad “peligra incluso la estabilidad del proprio gobierno”” resaltaba en la tapa el diario “La Nación” el jueves 9 de diciembre.
“La Iglesia reclama al gobierno de Lugo una conducción clara”, subrayaba el diario “Ultima Hora” el jueves 9 de diciembre, sintetizando en modo bastante banal, como todos los diarios, la homilía de Mons. Claudio Giménez.
¿Qué hubiese dicho Monseñor Lugo del gobierno Lugo?, se preguntaba un amigo, después de haber escuchado los diferentes reclamos de parte de muchos pastores a la política del actual gobierno.
Personalmente me duele ver como aún los temas sociales ocupan las primeras páginas de los diarios acostumbrados a reducir la enseñanza de los obispos a un concierto de denuncias o de reclamos éticos y sociales. De otro lado viene la fatiga que todos nosotros pastores hacemos, al sacarnos de encima una postura que desde hace más de una década hace de Caacupé una especie de plaza politica, un tribunal desde el cual, en lugar de indicar un camino claro a la conversión, estamos preocupados de subrayar lo negativo, lo que no anda. Vivimos un complejo de superioridad que nos permite de estar siempre con el dedo apuntado. Ciertamente se han dado pasos desde cuando Monseñor Lugo y sus colegas definían los hombres del poder, los políticos, los corruptos, en un sentido único: “hombres escombros” o, como cuando se le sacó a un Presidente de la República la silla que ocuparía en Caacupé si hubiera participado en la Misa.
Dolorosamente aquellos tiempos, aquellas sombras han llevado al país a una situación de miseria que aún seguimos denunciando, olvidando que somos nosotros los primeros responsables, porque hemos vivido denunciando a los demás sin darnos cuenta que éramos o somos peores. Resalta, sin embargo, el reclamo del arzobispo de Boston, el cardenal Sean Patrick O’Malley, quien en un mensaje a los peregrinantes dijo: “El Adviento es un tiempo para renovarse espiritualmente dedicando tiempo y espacio a Dios y a las obras de misericordia, de servicio y de solidaridad con los pobres. Tenemos la música, las luces, los regalos, la comida y la fiesta. PERO NECESITAMOS RESCATAR Y PONER A JESUS EN MEDIO DE NUESTROS HOGARES, DE NUESTRA IGLESIA, NUESTRA PATRIA, PARA QUE PODAMOS SER DISCIPULOS QUE LE SIGUEN DE CERCA”.
“Que Cristo vuelva a ser la razón, el corazón, el criterio, el comienzo y el fin de la vida”, ésta es la cuestión fundamental para el mundo de hoy y para cada uno de nosotros, como afirmaban en estos días durante un dialogo unos jóvenes, recordando el constante reclamo a Cristo de parte del Papa Benedicto XVI, quien ama definir a los cristianos como los “amigos de Jesús”. No podemos seguir reduciendo el Acontecimiento cristiano a un discurso, a ética, a un concierto de valores, a un compromiso social. El cristianismo es un hecho, una Presencia, un Tú que domina la historia y sin el cual la historia, no sólo no tendría sentido sino que no existiría. El hombre moderno está harto de prédica, de exhortaciones, de compromisos pastorales. El hombre necesita ver, tocar con la mano la contemporaneidad de Cristo, quiere verlo.
No se vive de fórmulas y mucho menos por reclamos o denuncias. El cristianismo no es la moral de Kant ni una religiosidad cualquiera. Por eso, también si se nos tritura el corazón, no nos sorprende más que incluso una fiesta, la más importante del país, se haya reducido, como documenta el diario “La Nación”, a una diversión o, aún peor, “el alcohol fue una vez más el protagonista”. Es el fruto del vaciamiento que hemos hecho del cristianismo transformándolo de Acontecimiento a discurso, a fenómeno religioso, a una devoción.
En este contexto adquiere más actualidad cuanto afirmaba Péguy: “Somos los primeros después de Cristo sin Cristo”. “Somos los primeros que vamos rumbo a la Virgen de Caacupé sin la Virgen de Caacupé”. Sin embargo, esta lectura de la realidad en la cual vivimos puede ser la gran oportunidad para tomar en serio cuanto el Papa dijo a Fátima en su última peregrinación, pidiendo a todos los cristianos la urgencia la conversión. No podemos perder tiempo. Nos recuerda el Adviento “elevad a los cielos la mirada, ya llega el Rey de la gloria”.
La conversión coincide con una mirada diferente a la realidad, una mirada como la de Zaqueo, cuando lleno de curiosidad subió a un árbol porque quería ver al mesías, quería ver a Jesús. Y cuando sus ojos se cruzaron con los de Jesús, toda su vida, la concepción que tenía de la vida, cambio. ¡Imaginemos cuando este ladroncito por primera vez, no sólo se sintió mirado como nadie lo había mirado sino que escuchó aquel hombre llamándolo por su nombre: “Zaqueo”! ¡Qué conmoción, qué conciencia nueva de sí se había adueñado de él de forma inmediata! Quizás él habrá escuchado cuanto el profeta afirma en las Escrituras. “Antes de concebirte en el vientre de tu madre Yo pronuncié tu nombre”.
Sin embargo, solamente en aquel momento en que Jesús pronunció su nombre, tomó conciencia de su grandeza, de su dignidad, de su ser relación con el Infinito, de no ser definido o confundido con sus pecados, sino de ser objeto de un amor Infinito. Y la alegría que lo caracteriza bajándose inmediatamente del árbol, respondiendo a la invitación de Jesús que quería cenar con él, ha sido el testimonio más brillante de la novedad que entraba en su vida.
También para nosotros la cosa más interesante - en esto consiste la conversión - es ser llamados por el nombre desde la eternidad, llamada que se ha vuelto explicita el día de nuestro bautismo: “Antonio, Mario, Julia, Josefa… yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Aquel “… en el nombre del Padre” significa que en aquel instante yo me he vuelto un hombre nuevo, no más esclavo de la precariedad, del límite, de la muerte, consecuencias del pecado original, de la rebeldía a Dios, del no reconocimiento de mi dependencia del Misterio, de mi presunción de autonomía (¡si en Caacupé se escucharan estas cosas… el Paraguay sería diferente!).
En aquel momento no estaba consciente de lo que me acontecía, lo eran mis padres, los padrinos y los amigos que han dicho en coro: “Queremos para Antonio el bautismo”; después me han entregado la vestidura blanca y han encendido una vela, símbolos de este nuevo nacimiento a la verdad y de la belleza de mi destino. Este es el sentido de mi nombre, como lo es el del tuyo.
Creciendo en la vida, mis padres, mis padrinos, mis amigos, me han ayudado a tomar conciencia de lo que me había acontecido, es decir, del hecho que aquel nombre era signo, adelanto y promesa de mi destino infinito. Después vino la juventud con todas sus circunstancias, las distracciones, las decepciones, los errores, las atracciones de las cosas fútiles, efímeras, falsas y, por consiguiente, como para Zaqueo, la pérdida del sentido del nombre.
Hasta que un día acontece el encuentro, como para Zaqueo, con una persona humanamente llena de fascinación, que me repropone el sentido del nombre: “Tú estás hecho para el Infinito, para el Misterio, el destino hecho hombre”. La vida reducida, llena de miserias, distraída, retoma su vigor, su vitalidad, su energía, su tarea, su significado, se vuelve humana. El Yo renace por este encuentro que tiene o tuvo el nombre de quien era o es la evidencia de aquel hombre que cambió la vida de Zaqueo.
Qué significa el nombre para la mayoría de la gente? Un puro dato anagráfico, jurídico, que sirve para firmar un cheque o establecer un contrato, abrir una cuenta en el banco. Es decir, no significa más nada. Ni siquiera tiene un nexo con un santo del calendario, como normalmente era costumbre cuando la fe era la vida y no había padres cristianos que no pusieran a sus hijos el nombre de un santo. En mi familia era más importante el festejo del nombre (onomástico) que el del cumpleaños. Por eso, hoy día es aún más importante el encuentro con alguien que te comunica la esencia de tu nombre, el nombre como vocación, como llamado a la santidad, o sea el cumplimiento de tu vida, de lo que tu corazón desea. Este encuentro es la gracia y el tesoro de la existencia.
En el evangelio, a todos los amigos de Jesús, a los más íntimos, los conocemos por el nombre. Nunca Jesús llamó en modo general o abstracto. Su relación con el hombre es personal. Hasta con el amigo que lo traicionó Jesús lo llamó por su nombre, como para despertar en él la conciencia de lo que estaba por hacer. Y qué conmoción suscita también el dialogo amoroso con Simón Pedro, cuando Jesús por tres veces le pregunta: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”.
Llamar por el nombre es la iniciativa del Misterio que desde la eternidad pronunció tu nombre y esta iniciativa personal del Misterio en Cristo se hace presente a cada momento porque en todo instante Jesús nos pregunta: “Pedro, Antonio, Juan, María, Beatriz,… ¿me amas tú?”.
La conversión es reconocer, escuchar este llamado personal y responder como Abraham, Samuel, la Virgen, los Apóstoles, los santos, que de siglo en siglo nos testimonian esta gran conciencia del sentido profundo del propio nombre, de la propia pertenencia.
Nuestro pueblo, nuestros jóvenes necesitan pastores, hombres que les testimonien en el vacío existencial que viven, en un mundo dominado por el nominalismo, donde todo está reducido a “flatus vocis”, que el cristianismo es un Hombre, Aquel Hombre, la compañía de Dios al hombre, Jesús, que aún sigue llamándolos por el nombre, comunicándoles lo que el profeta Isaías, en modo conmovedor escribe en el capítulo 43 de sus profecías: “Y ahora, así habla el Señor, el que te creó, Jacob, el que te formó, Israel: No temas, porque yo te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú me perteneces./ Si cruzas por las aguas, yo estaré contigo, y los ríos no te anegarán; si caminas por el fuego, no te quemarás, y las llamas no te abrasarán./ Porque yo soy el Señor, tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador.(…). / Porque tú eres precioso a mis ojos, porque eres valioso, y yo te amo, entrego hombres a cambio de ti y pueblos a cambio de tu vida./ No temas, porque yo estoy contigo”.
Si todos los domingos, si desde nuestros púlpitos gritáramos estas palabras del profeta en lugar de lamentos o denuncias o de valores, también los valores se volverían pronto el tejido moral de la persona. No olvidemos nunca las tres categorías fundamentales de una auténtica antropología: ontología, estética y ética. El encuentro con Cristo como constitutivo del yo humano (ontología) con su carga de belleza (estética) inevitablemente vuelve la vida auténticamente humana (ética). La eliminación o el olvido de la ontología, del fundamento antropológico del ser humano como relación con el Misterio, como ”Yo soy Tú que me haces” han destruido la estética transformándonos, como decía Malraux, en los hombres más hipócritas de la tierra.
P. Aldo