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viernes, 27 de agosto de 2010

La fe es reconocer una Presencia y no una doctrina o una moral (Editorial Jueves 26 de agosto)

LA FE DE LA CANANEA Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant
En estos días la Iglesia nos propuso como evangelio de la Santa Misa, el encuentro de Jesús con la cananea. Relata el evangelista Mateo: “En aquel tiempo, Jesús se retiró hacia la región de Tiro y de Sidón. En esto, una mujer cananea, que había salido de aquel territorio, gritaba diciendo: «¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de David! Mi hija está malamente endemoniada». Pero Él no le respondió palabra. Sus discípulos, acercándose, le rogaban: «Concédeselo, que viene gritando detrás de nosotros». Respondió Él: «No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel». Ella, no obstante, vino a postrarse ante Él y le dijo: «¡Señor, socórreme!». Él respondió: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos». «Sí, Señor -repuso ella-, pero también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos». Entonces Jesús le respondió: «Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas». Y desde aquel momento quedó curada su hija.”

1. La provocación de la realidad abre a la fe

No cabe duda que lo escrito por Mateo es una de las piezas más bellas de todos los evangelios. Por un lado la figura de Jesús, que como pocas veces en el evangelio muestra una postura “argel” con la mujer, hasta llegar a tratarla de “perra”. Del otro lado, ésta pobre cananea, desesperada por la enfermedad de la hija, pide a gritos “socorro” a Jesús.

Entre los dos protagonistas están los apóstoles, quienes no soportando más el griterío de la pobrecita, piden a Jesús la atienda. Cosa nada normal para ellos, rudos y brutos como eran. Sin embargo, más hartos por los gritos que por sentir piedad, piden a Jesús vea qué puede hacer por ella. En este escenario que mueve en nosotros diferentes sentimientos, de piedad por la mujer y de “resentimiento” por la “argelería” de Jesús quien no sólo no le hace caso, sino que la desprecia llamándola “perra”, una cosa es clara: Jesús quiere verificar personalmente la fe de esta mujer.

En el evangelio encontramos siempre que Jesús enfrenta dos categorías de personas: los pecadores y los fariseos, los incrédulos. Con los primeros se conmueve hasta las lágrimas, come con ellos, ama su compañía, responde a sus necesidades, mientras que con los segundos es muy duro y no “soporta” su presencia, porque conoce muy bien que buscan un motivo para eliminarlo.

Los pecadores son todas aquellas personas que, conscientes de su humanidad, de sus miserias, no las censuran, sino que las perciben como el único camino para encontrar a Jesús. Son aquellas personas que tomando en serio la realidad, la ven como signo de un Misterio más grande. Son aquellas que, escuchando al propio corazón, se dan cuenta que sólo el Infinito puede llenar las esperas y deseos que lo define.

Los fariseos, al contrario, son quienes censurando la realidad y el propio corazón están determinados por el propio orgullo, por la propia fantasía, por sus proyectos, por las imágenes que se crean de la realidad y de la vida. Son aquellos para los cuales, si Dios existe nada tiene que ver con la vida, son aquellos que tienen como medida de todo el propio ombligo, son quienes pretenden que la realidad coincida con sus propias ideas.

Entonces, si para los pecadores y quienes aman la propia humanidad, que viven la realidad, la postura es la de la mendicidad, la del pedir, la del grito, la de la súplica; para los fariseos, para los orgullosos la postura es del rechazo y de la propia autonomía. Los resultados son opuestos: mientras que para los primeros se impone el gusto de la vida, la pasión por la realidad, un amor por sí mismos, porque viven el propio Yo como: "Yo soy Tú que me haces"; para los segundos es la violencia, el rechazo de la verdad, la desesperación, el lamento.

La Cananea es madre, una madre llena de dolor, una mujer que vive la realidad como un grito y percibe que sólo Aquel hombre que afirma ser Hijo de Dios podía ayudarla curando a su hija. Su grito: “Señor, ten piedad de mí”, “Señor, socórreme”, es el grito más humano del hombre, porque cada uno es una necesidad. Una necesidad de todo. Por eso la imagen más verdadera del hombre es la del mendigo, porque el mendigo es como la cananea, una persona consciente que su vida depende de Otro, depende de Cristo. Tanto el hombre mendigo como la cananea, heridos en su humanidad, en lo que es más querido en su vida, no se molesta del maltrato de quien puede ayudarle. La cananea, cuando Jesús la trata de “perra” responde: “Tienes razón”. Y Jesús conmovido le contesta: “Mujer ¡qué grande es tu fe! Que te suceda como deseas”. Jesús no fue “argel” con esta mujer por una cuestión de malhumor sino porque quería verificar la autenticidad de su fe, del pedido de esta pobrecita.

La mayoría piensa que la fe consiste en repetir fórmulas, coleccionar imágenes, bendecir el agua, participar en unos ritos, etc. Es decir, una fuga de la realidad, una forma de drogadicción para huir de la vida, una pretensión que reduce a Cristo a una especie de máquina donde pones 1000 guaraníes y sale la botellita de Coca-Cola. Mientras la fe es reconocer la gran Presencia, el Misterio al cual provoca la realidad. La fe es reconocer que un hombre ha dicho de sí mismo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”.

2. Vivir la fe es vivir definido por este Hombre, quien pretende poseer el criterio último y definitivo de nuestra vida, de nuestro pensar, de nuestro obrar.

Vivir la fe es concebirse a sí mismo como propiedad de Cristo, significa vivir en cada momento, como rezamos en la Misa: “Por Cristo, con Cristo y en Cristo, A Ti, Dios Todopoderoso, en la unidad de Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos. Amén”. Este “Amén” es el SI mío y tuyo, es el SI de la entrega total a Cristo en todo lo que somos y hacemos.

La fe no es un comportamiento, es un Amor, es la adhesión total a Cristo.

¡Qué bello el testimonio que nos dieron todos los amigos que trabajan en esta obra del Señor, que delante del problema económico que se nos vino encima por la cuestión del aumento salarial del 7% decretado por el gobierno, donaron el aumento correspondiente al mes de julio para los pobres que atiende la Fundación. Este es un modo concreto que testimonia cómo estamos educándonos a decir “SI” a Cristo, hasta en los detalles que más pueden costarnos un sacrificio.

Vivir la fe es sentirse acompañado de la mano por Cristo, es vibrar por la alegría de haber sido elegido y amado por Él. Vivir la fe es reconocer como San Cayetano, el Cura de Ars, Santo Domingo, San Maximiliano Kolbe, Santa Clara, San Pio X, Santa Rosa, San Alfonso, San Lorenzo, San Bernardo, Santa Monica, San Agustín, San Bartolomé, los santos de este mes de agosto, que sólo Cristo corresponde a los deseos de nuestro corazón, que sólo Cristo nos permite dar la vida por lo que vale, por los más necesitados.

Vivir la fe es reconocer que no somos trabajadores de una obra hecha por las manos de hombres sino por Dios mismo. En una palabra, somos hijos de un Padre que nos entregó trabajando aquí el rostro de su misericordia, porque todos pueden verlo, tocarlo, besarlo, sentirse abrazados y amados.

3. La compañía es esencial para vivir la fe

En el evangelio de San Juan, el evangelista relata un amanecer de los apóstoles con Jesús: “… Jesús se apareció de nuevo a sus discípulos, junto al lago de Tiberíades. Sucedió de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás (al que apodaban el Gemelo), Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo, y otros dos discípulos. —Me voy a pescar —dijo Simón Pedro.— Nos vamos contigo —contestaron ellos. Salieron, pues, de allí y se embarcaron, pero esa noche no pescaron nada. Al despuntar el alba Jesús se hizo presente en la orilla, pero los discípulos no se dieron cuenta de que era él. —Muchachos, ¿no tenéis algo de comer? — les preguntó Jesús.—No —respondieron ellos. —Echad la red a la derecha de la barca, y pescaréis algo. Así lo hicieron, y era tal la cantidad de peces que ya no podían sacar la red. — ¡Es el Señor! — dijo a Pedro el discípulo a quien Jesús amaba. Tan pronto como Simón Pedro le oyó decir: «Es el Señor», se puso la ropa, pues estaba semidesnudo, y se tiró al agua. Los otros discípulos lo siguieron en la barca, arrastrando la red llena de pescados, pues estaban a escasos cien metros de la orilla...”.

Pedro, víctima de sus fantasías, mira hacia la orilla y confunde a Jesús con un fantasma y como todos los fantasmas le suscita miedo. Es lo que nos pasa también a menudo a nosotros cuando en lugar de vivir intensamente la realidad (callos en el cerebro, callos en las rodillas, callos en las manos) nos dejamos guiar por nuestros proyectos y fantasmas, todo se transforma en arena movediza en la cual nos hundimos hasta desaparecer tragados por el barro.

¿De dónde nace nuestra inseguridad, nuestra sospecha continua, nuestra duda, nuestra incertidumbre? No confiamos en nada y en nadie. Estamos siempre allí con una mirada temblorosa, sospechosa y miedosa. Sin embargo, mientras Pedro está asustado, el apóstol Juan, el amigo de Jesús, grita. “¡Es el Señor!”. El amigo ve con claridad la realidad, porque su relación con Cristo es total, es una correspondencia reciproca que de inmediato le permite conocer quién es aquel hombre en la orilla del lago.

Al grito de Juan: “¡Es el Señor!”, Pedro se despierta, vuelve a la realidad, toma conciencia que no es un fantasma, sino aquel hombre por el cual había dejado todo, Jesús. Se tira al agua y nadando alcanza la orilla para abrazarlo. Es Jesús, el Único gran amor de su vida y que, en un momento de distracción, de ausencia de la realidad, no había reconocido. Es lo que pasa con todos nosotros cuando no pisamos tierra, cuando no tomamos en serio nuestra humanidad. Por eso, necesitamos de una compañía, de una amistad, de alguien que nos despierte e indique a cada instante: “¡Es el Señor!”.

La amistad nace y vive sólo gracias a esta atención para el amigo, para el hombre, porque el corazón de cada uno necesita de alguien quien le indique el destino último de la vida: “¡Es el Señor!”. Todas las relaciones que no brotan del amor a la realidad y por consiguiente no son como la de Juan con Pedro, es decir, no remiten al destino “¡Es el Señor!”, son falsas y expresión de una complicidad. El amigo es como el centinela que vigila tu vida indicándote la meta, indicándote el horizonte. El amigo es quien, como Juan, te indica a cada momento: “¡Es el Señor!”.

Concretamente significa quien te ayuda a vivir la realidad, a tomar en serio tu vida, es aquel que te corrige, que te muestra un modo más humano de vivir la realidad, de relacionarte con ella.

Cualquier persona que no te ama de esta manera, te odia, busca tu destrucción.

P. Aldo


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