Carlos antes de morir entonó su último canto |
La muerte llega de improviso, afirma el evangelio, como un ladrón. No envía un preaviso, si bien en la absoluta mayoría de los casos son evidentes los signos de su visita. En nuestra clínica, sin embargo, tiene una presencia continúa. Solamente en uno de los últimos días murieron cinco personas y entre ellos, sólo uno tenía más de cincuenta años. Los demás tenían, entre los treinta y los cuarenta años, cuatro eran víctimas del cáncer y el otro, de sida. La muerte convive conmigo las veinticuatro horas. Sin embargo, no me asusta. Porque su presencia me remite – y es algo maravilloso – al motivo último por el cual vale la pena vivir.
La veo caminar a mi lado en todos los cuartos de la clínica, en las camas donde lentamente se van apagando mis hijos, la veo en los corredores cuando escucho el ruido ya familiar de las pequeñas ruedas de la camilla que acompaña a la morgue al recién fallecido. No existe esquina o detalle que no me recuerde lo que dice Cesare Pavese: “vendrá la muerte y tendrá tus ojos”.
¿Existe algo más bello que una compañía, la cual a cada momento te saca de la anestesia que fácilmente se adueña de nuestra vida? ¿Habrá un motivo más humano que una compañía que despierta la razón con sus grandes interrogantes y logra que a cada instante nos carguemos de Infinito? No existe aventura más humana que convivir con quien te permite vivir tenso hacia la eternidad.
Cuando estoy al lado de un moribundo, escucho su afanoso respiro que progresivamente disminuye de intensidad hasta acabarse, cuando veo al moribundo con la boca abierta, como en la pintura “El grito” de Munch, como para finalmente, permitir salir al alma del cuerpo. Cuando miro los ojos abiertos de par en par fijarse en lo ignoto, lo incognoscible, no puedo no ensimismarme con este hijo mío que está adelantándose para prepararme un lugar en el Paraíso.
La última batalla de la vida, la decisiva, es durísima, también porqué de su éxito depende toda la vida, depende la eternidad. Y es bello ver como la mayoría absoluta de los que mueren han perdido todas las batallas de la vida, pero ganan la última y con ella la guerra. La muerte convive, parece la reina entre nosotros, sin embargo sale derrotada porque Cristo Eucaristía, el “Pantocrátor”, domina la clínica. Él mismo, acompaña a cada uno de los que mueren al Paraíso.
Mientras la batalla arrecia y la muerte parece prevalecer, es Cristo el protagonista que delante de un mínimo de conciencia del paciente que le permita decir “SI”, se apiada, le agarra de la mano y lo lleva consigo. La evidencia de este hecho es la cara sonriente del cadáver. Es impresionante ver como la piel antes arrugada, se vuelve joven, los labios antes tensos por el dolor, se transforman en sonrisa celestial.
“Creo en la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén”. Es el último artículo del Credo y el más olvidado hasta por los curas. Sin embargo ¿qué sentido tendrían los demás artículos sin el último? San Pablo nos lo recuerda en una de sus cartas: Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó, y nosotros seríamos los más necios del mundo al seguir una ilusión que no resuelve el problema de la muerte. Pero Cristo ha resucitado y nosotros también con Él. Por eso a lo largo de los siglos, la Iglesia siempre nos ha educado a una familiaridad con la muerte, aquella familiaridad que le permitió decir a San Francisco: “alabado sea mi Señor por nuestra hermana muerte corporal”. La experiencia de Francisco pasa a diario en la clínica. En seis años fallecieron más de setecientos personas, la mayoría de ellas jóvenes, después de un largo calvario.
Carlos, con un estilo de vida bohemio, de origen argentino, pasó su vida vagabundeando por todos lados, cantando, farreando, lejos de Dios. Y como a todos los que piensan que la vida es una farra, durante la cual se colecciona mujeres, se toma, se hace cualquier cosa, cuando les llega una enfermedad, la única compañía que queda es la soledad. Y así le tocó a Carlos que, traído a nuestra clínica por unas personas piadosas, se encontró solo delante de la muerte. Pero estando en nuestra compañía, es decir, la compañía de Cristo, conoció el cristianismo, lo encontró a Él.
El día, después de décadas de alejamiento de los sacramentos, en que pidió la confesión fue una fiesta para él y para todos. La muerte perdió su cara fea y se volvió deseable, como para un novio el momento en el cual después de muchas luchas, puede finalmente coronar su sueño de amor. Desde aquel día retomó la guitarra y, aunque carcomido por el cáncer, continuó tocando y cantando en la clínica hasta el último día, volviéndose la alegría de todos. Unos días antes de morir compuso una canción maravillosa, a través de la cual expresó toda su pasión por Cristo y la espera gozosa de encontrarlo. Música y palabras son suyas.
El título de su último canto describe la modalidad con la cual se preparó a morir y murió: “Morir cantando”
“Me envolvió la obscuridad, con su obscuro manto,
tuve una sensación de miedo que hizo temblar mis pasos
trate de alejarme y huir de sus manos,
pero una luz potente me arrebató en llanto.
Me salió al encuentro e iluminó mis años
volví a decir: Cristo, al de los ojos mansos,
sentí un amor distinto, al que abracé llorando,
después de la noche, sé que existe algo.
Morir cantando, quiero morir cantando,
Para encontrar a Cristo
quiero morir cantando.
Aquella obscuridad que yo temía tanto
Era una luz viva, era Dios cercano,
un encuentro amigo que me está donando
felicidad eterna, alegría y canto.
Ya estoy en la luz y, con Cristo, a salvo
Mi futuro, un presente que me está pasando.
No huyan de la muerte, no teman sus clavos
Teman perderse sólo sin Cristo, hermanos
Morir cantando, quiero morir cantando,
Para encontrar a Cristo
quiero morir cantando
Recuerdo el momento, unos días antes que muriera, cuando con un esfuerzo grande, poniendo todas sus energías quiso despedirse, regalándonos este canto que testimonia el cambio de su vida. Un cambio acontecido gracias al encuentro con Cristo, aquel Cristo que se había quedado en el fondo de su memoria, como un tesoro que esperaba que lo reconociera. Toda la clínica vibró de conmoción porque era evidente la victoria de Cristo.
Aquella misma conmoción que vivimos hace unos días cuando María, una mujer brasilera, sola, de origen Véneto, que antes de morir pronunciando el dulce nombre de Jesús, pidió un helado. “Deseo saborear un helado antes de morir”, nos dijo. Y mientras la enfermera se fue a comprarlo le pedí: “María dentro de unos momentos entrarás en el Paraíso. Te ruego de saludarme a Jesús, José y María y la Santísima Trinidad”. Y ella “Si, padre”. Una cosa del otro mundo, pero en este, que uno pueda despedirse de esta forma, cuando en la cotidianidad, hasta la palabra “muerte” está censurada. Llegó la enfermera, logró saborear un pedacito de helado, sus ojos ya listos para apagarse se iluminaron y pronunciando el dulce nombre de Jesús, se fue al cielo.
Su vida había sido una aventura dolorosa, como lo es la vida de todos quienes mueren en la clínica, pero el final ha sido glorioso. ¿Qué hay más bello que morir saboreando un helado y diciendo “¡Tú, oh Cristo Mío!”. Si, “¡Tú, oh Cristo!”, porque cuando uno llega aquí, no conoce normalmente a Jesús. Sin embargo, con el tiempo, gracias a la ternura del personal (todos sin excepción alguna sintiéndose abrazados por Cristo), la libertad de cada paciente advierte la urgencia de pronunciar hasta con las palabras “Tú, Oh Cristo mío”.
Es algo paradisíaco ver como cuando pronuncian el dulce nombre de Jesús, toda su personalidad vibra de conmoción hasta las lágrimas. No es que desaparezca el dolor o reduzcamos la dosis de morfina, sino que el nombre de Jesús, solamente con pronunciarlo, obra el milagro de devolver a cada uno la paz y la serenidad que el corazón anhela.
Amigos, es para mí una gracia indecible, ver todos los días la potencia del nombre de Jesús y advierto una pena grande en el corazón al ver cuanta tibieza hay en nosotros, cuán lejos estamos de lo que significa vibrar al sólo pronunciar el nombre santo de Jesús. Para mí, es una dulzura y una fortaleza única, desde el despertarme hasta el acostarme, afirmar continuamente “¡Tú, oh Cristo Mío!”, no sólo con el pensamiento sino con la boca. En esta conciencia de ser propiedad de Cristo, brota la libertad de aceptar mi dolor y el dolor de todos.
Mirando como mueren mis pacientes, con los ojos fijos en el Misterio, hacia arriba, hacia el Infinito, no puedo no sentir que esta es la única postura totalmente humana, porque el hombre está hecho para el Infinito. Recientemente me conmoví cuando Etsuro Sotoo, visitando nuestra clínica nueva, me dijo: “Padre, el cielo raso de cada habitación es importante que no sea blanco, sino como el cielo bellísimo del Paraguay, azul con unas líneas de nubes, para que el paciente cuando este por morir este boca arriba, mirando el cielo, signo de lo que es el Paraíso”.
Y es verdad, porque todos morimos de muerte natural, mirando hacia el Infinito y cuando el Infinito, que se ha hecho carne, es la vida de quien asiste al moribundo, el moribundo mismo sintiendo pronunciar “¡Tú, oh Cristo Mío!” cambiará su actitud, a veces llena de angustia, en una entrega total a Cristo y muere saboreando la paz de quien ha alcanzado la meta después de tanto navegar.
“Bajo el denso azul
del cielo un ave marina vuela;
nunca descansa, porque todas las imágenes llevan escrito:
más allá.”
¡Cómo son verdaderos estos suspiros dramáticos de Montale y qué intensidad de esperanza vibra al sólo sentirlos! Sin embargo, mis pacientes tocan con la mano ya, aquel “más allá” al cual todo remite
P. Aldo
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