La situación tanto eclesial como social y política de nuestro país, aún para el 80% de la población formalmente católica, implica la toma de conciencia de dos hechos:
1.- El contexto cultural en el cual vivimos, no sólo a nivel local sino en todo el hemisferio occidental, y en el cual estamos llamados a vivir la fe, está profundamente descristianizado. Diría el poeta francés Charles Peguy: “un mundo sin Jesús después de Jesús”.
Unos años atrás, un comentarista del filosofo alemán Federico Nietzsche, nos decía: “Nietzsche nos advertía que la muerte de Dios es perfectamente compatible con una religión burguesa. Él no pensó nunca que la religión tuviera que acabar. Cuando hablaba de la muerte de la religión, hablaba del fin de su capacidad de mover la mente, de despertar el Yo. No se trata de una religión como práctica, sino de su capacidad de despertar la esperanza. La religión se volvió un producto de consumo, una forma de entretenimiento, un consuelo para los débiles, una estación de servicio emotivo destinada a apagar algunas necesidades irracionales que la religión está en condiciones de satisfacer mejor que cualquier otra cosa. Aunque suene unilateral el diagnóstico, de hecho, daba en el clavo”. Y, realmente, no podemos negar la verdad de este juicio, también aplicado a la situación actual de nuestra Iglesia, del modo de proponer la fe y de la concepción que tenemos de la misma.
Una fe, un cristianismo, cada vez más vacío de su contenido, reducido a ética, a espiritualismo o a compromiso social, a una opción en sentido único para los pobres, olvidando que en realidad son los pobres, los humildes, quienes en nuestro país no sólo tienen sed y hambre de Cristo, sino que han sido ellos (a lo largo de estos dos últimos siglos, después de la expulsión de los jesuitas) quienes han custodiado la herencia de la fe cristiana, aunque reducida a una religiosidad en la cual dominan las formas devocionales más que la esencia del Acontecimiento Cristiano.
Tristemente lo que es un Acontecimiento pasó a ser como un recuerdo: “Había una vez… pero ahora ya se acabó” y su incapacidad de incidir en las personas y en la sociedad es una evidencia. De aquí nace la ilusión de cierta teología liberacionista que, alcanzando finalmente el poder político, sería capaz de lograr aquel cambio social que Jesús y su Iglesia no pudieron en 500 años de historia.
“Dolorosamente ahora que Cristo no es más una Presencia, que el cristianismo se ha transformado en una ideología ¿qué nos queda aparte de la decepción y la desesperación? ¿Quién nos devolverá la esperanza? ¿Quién responderá a los grandes interrogantes de la vida que mi pequeña hija, con tan sólo 10 años, me resumía de esta manera: ‘Papá sos el mejor del mundo, yo sé cuánto me amas, sin embargo es como si siempre me faltara algo y no sé que es… ya sé que me querés, pero ¿por qué tengo dentro de mí este vacío grande?’” me comentaba la semana pasada un papá, cristiano-ité.
El artículo de Andrés Colman, publicado en Última Hora el domingo 5 de septiembre, en el cual se denunciaba la condición juvenil en nuestro país ha sido una bofetada ante todo para nosotros los pastores, incapaces de ofrecer una respuesta adecuada al vacío existencial que se observa en los diferentes comportamientos de nuestros hijos. Un vacío existencial que ciertamente no serán los valores, por más altos y bellos sean, los que lo llenen sino una Presencia, un gran Amor, el encuentro con Cristo mediante el encuentro con hombres en los cuales sean evidentes los rasgos inconfundibles de Cristo.
El corazón del hombre se mueve cuando se con-mueve y se con-mueve sólo cuando encuentra una Presencia humanamente cargada de fascinación, es decir, una compañía humana en la cual brilla la humanidad de Cristo, “Camino, Verdad y Vida”.
Los valores son como los fuegos de artificio: hermosos, espectaculares, pero no mueven, no dan consistencia a la vida...y después de un efímero entusiasmo, delante de la incapacidad que cada uno experimenta en el vivirlos, no obstante todo el esfuerzo, nos dejamos arrastrar por el poder mundano con la consiguiente decepción o desesperación. “Padre el cristianismo es bello, interesante, sin embargo no es para mí. No logro vivir lo que me propone y además lo que el mundo me ofrece es mucho más interesante”, me decía recientemente un joven estudiante de la Universidad Católica.
Esta decepción que vemos en los jóvenes no es menos dramática de la que vemos en todos los niveles de la sociedad donde la ilusión de una teología de la liberación está mostrando todas sus grietas, su incapacidad en alcanzar la tierra prometida que tanto entusiasmo había suscitado en el pueblo. Nadie pone en duda algunos alcances logrados, pero no será ninguna ideología, ninguna utopía, ningún esfuerzo humano, por más noble que sea, lo que podrá responder a aquella hambre y sed que se esconde detrás de cualquier problema humano y social. No olvidemos (los guaraníes nos lo recuerdan a lo largo de su historia) que el hombre busca el Infinito.
2- Esta situación en la cual vivimos exige una conversión, como dice Benedicto XVI, conversión que tiene en los obispos, sacerdotes y religiosos a los primeros protagonistas, porque una jerarquía santa, unos religiosos santos, inevitablemente origina un pueblo de santos. De lo contrario un conjunto de funcionarios deja que el rebaño, como afirma el profeta, sea comido por los lobos.
El Santo Padre, el 16 de mayo pasado, decía que el verdadero enemigo al cual temer y combatir es el pecado, el mal espiritual que a veces contagia los miembros. Un ejemplo: la pedofilia. ¡Qué dolor en la Iglesia, en nosotros, en el Papa! Es un llamado urgente a la conversión, justo en el año sacerdotal, una llamada especial a los pastores ante todo. Debemos aceptar, reconocer que las pruebas que el Señor permite tanto a nivel personal como social son para que nos lleven a la conversión del corazón, como dijo el Papa en Fátima.
Hay una profunda relación entre el contexto cultural (primer punto) y el llamado del Papa. Nos encontramos en un “mundo después de Jesús sin Jesús”, esto significa que si no acogemos la llamada a la conversión seremos responsables de “un mundo sin Cristo después de Cristo”. Y esto vale mucho más para los pastores y religiosos que somos los primeros responsables de la lenta descristianización de nuestro continente y del mundo.
Pensando en esta responsabilidad que tenemos me cruzan por la mente las palabras de Mons. Giussani a un grupo de consagrados: “Entre ustedes (pero vale también para los sacerdotes y laicos comprometidos) no existe nadie que niegue a Dios, sino que hay gente atontada, adormecida, o superficial, que no tiene el ánimo movido por el permanente sentido de la vida y por el reconocimiento que todas las cosas que acontecen son como una invitación a la relación con el Misterio”. No hay alguien que quede fuera de este influjo del contexto cultural que nos lleva fuera de nosotros mismos. Es como si todos viviéramos anestesiados.
No ponemos en juego la existencia o no de Dios. No sólo esto, sino que noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento de las personas reconocen Su existencia. Sin embargo poco o nada tiene que ver con la vida que sigue otros parámetros. “Si Dios existe – diría el filósofo Cornelio Fabro – nada tiene que ver con la vida”. Seamos sinceros ¿qué vibración, qué entusiasmo, qué pasión encontramos en nuestra Iglesia por la gloria humana de Cristo?
A una persona enamorada la reconocemos en seguida porque está despierta, vibra, se mueve, sus ojos brillan y todos reconocen que en ella aconteció algo grande ¿Nuestra Iglesia, cada uno de nosotros que la componemos, somos testigos de este amor, de esta pasión, de esta gran vibración que genera el encuentro con Cristo? No podemos dejar de reconocer la urgencia de la conversión.
El inicio de la salvación es que sintamos el contragolpe en la conciencia, de nuestra pobreza, de nuestra tibieza. Y el primer signo de un camino de conversión es el no escandalizarnos de esta miseria, dejar de lado las ilusiones para reconocer que somos nada. El pecado y el dolor son el camino normal para llegar a esta verdad, son el camino más directo a Cristo. El problema es que nuestra libertad reconozca esta urgencia, reconozca que la causa de tanto mal en el mundo es nuestro pecado, es el olvido de Cristo, nuestra incapacidad de reconocer la contingencia de las cosas. Dios permite el pecado, el dolor, como un instrumento pedagógico para ser reconocido por el hombre que en su ceguera se deja llevar por el orgullo de su autonomía, olvidándose de ser polvo.
Todo lo que ha sucedido en estos meses en la Iglesia, tanto en la Universal como en la Particular, ha sido un instrumento educativo, mediante el cual Dios quiso y quiere hablarnos de la urgencia de la conversión.
En qué consiste esta conversión será el tema del próximo editorial.
P. Aldo
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