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lunes, 21 de marzo de 2011

El enfermo de SIDA es una persona humana

Hay médicos racistas e ignorantes
Duele poner esta denuncia como título del editorial del Observador Semanal, pero no aguanto más el ver la discriminación que sufren mis pacientes de Sida. Un enfermo, internado desde hace meses en la Clínica Casa Divina Providencia San Riccardo Pampuri, sufre de cataratas en los ojos y su internación ya ha sido rechazada dos veces por parte de los responsables de un hospital al cual pedimos socorro.
Si habláramos de los odontólogos el problema se hace aún más complicado. No existe ocasión en la cual no deje de ser testigo de la discriminación por parte de algunos profesionales. Discriminación no sólo porque alguno rechace a los pacientes sino también porque tienen un comportamiento en el cual se evidencia una molestia, sobre todo cuando se trata de un paciente infectado con VIH. Pero no sólo los médicos actúan de esta manera sino el mismo personal de los nosocomios a los cuales recurrimos.
Lo que más me duele es la ignorancia de estos médicos o enfermeros, ya que tendrían que conocer por lo menos las informaciones básicas el abecedario- en lo que al SIDA se refiere, y de sus formas de contagio. Afirmaba justamente una amiga psicóloga que trabaja con los infectados de VIH: “la persona que puede transmitirme el SIDA es eventualmente mi marido, pero en absoluto mis pacientes” ¡Inteligentísima expresión!
Los pacientes con SIDA, señores médicos, enfermeros, parientes, son ante todo personas humanas como el Papa, como ustedes, como yo. No sólo esto, sino que, como expresa la etimología de la palabra “persona”, son la “máscara” de Dios, es decir, son creatura divina. Por eso en nuestra Clínica cuando paso con el Santísimo Sacramento, tres veces por día, no sólo los beso, sino que me arrodillo delante de cada uno, porque veo en ellos a Cristo que sufre.
No existe para mí ni para mis amigos el homosexual, el travesti; la lesbiana, el heterosexual, la prostituta, existe sólo Cristo que sufre, y Cristo tiene la cara de cada uno de ellos. Ellos, que no son castigados por Dios, más bien, amados, preferidos, elegidos, hasta el punto que  me dicen: “Padre, gracias al SIDA llegué aquí a esta Casa, a esta ’antesala del Paraíso’ y encontré a Cristo, encontré el significado de mi vida, y ahora de verdad estoy disfrutando de la vida”.
Basta con el prejuicio o la estupidez de ciertas sectas religiosas que hablan de los enfermos de SIDA como personas castigadas por Dios. El SIDA es el fruto, como la diabetes, de una vida muchas veces desordenada.  Si un hombre toma cerveza o vino como una Ferrari chupa gasolina, es evidente que la cirrosis será inevitable, el hígado del tomador padecerá después de algún tiempo. Así si uno tiene una vida desordenada, es evidente que arriesga acabar infectado con el VIH. Pero es otra cosa con respecto a quienes hablan del “castigo de Dios” o de quienes discriminan a estos hermanos.
Personalmente, que desde hace seis años convivo con ellos, no puedo evitar reconocer que han sido para mí no sólo un motivo para amar más a Cristo, y a ellos, sino motivo de amar más mi vida ¡Qué bello abrazarlos y besarlos todos los días! Por eso no soporto ver que en muchos sanatorios hay un racismo indigno de la razón humana e insoportable para quienes además afirman ser cristianos.
¿Cómo un médico puede ser tan necio, ignorante, para no darse cuenta de su postura, no sólo anticientífica, sino inhumana? ¡Y quizá estos señores sean mujeriegos, tengan varias amantes y, sin saberlo, ellos también son portadores de VIH!
El problema no son los enfermos de SIDA, internados en la Clínica, el problema es tu marido, tu esposa, la persona con la cual convivís, o vos mismo, que viviendo una vida desordenada ya llevas esta enfermedad dentro de ti, y arriesgas contagiar a tu marido, a tu esposa, etc. Cuídense de su marido, de su esposa, de su pareja… porque de allí puede ser que llegue el día en el cual los análisis te dirán “mira, tu marido, tu esposa, tu pareja, te han contagiado”. Dolorosamente, hoy en día no es más el hombre el centro del cosmos y de la historia, porque Cristo no lo es más, y por consiguiente no existe ocasión para ver en el otro una diversidad que rechazar. Sin Cristo, no hay carne o sangre que garantice una relación humana.
¡Cuántos pacientes que han llegado casi moribundos se han recuperado en la Clínica! Y tristemente cuando se recuperan, y queremos darles de alta, no siempre nos es posible porque los mismos parientes, padres, hermanos o hijos, los rechazan. Tenemos un paciente en la Clínica, Dionisio, que desde hace cinco años está aquí con nosotros, y tiene una familia con muchos hijos, además de tener mamá y hermanos, una de las cuales trabaja  muy bien, sin embargo, no hay forma de que vengan, ni siquiera a visitarlo a menudo, y mucho menos llevarlo a casa. Hemos hecho de todo, hasta denunciado a la fiscalía el abandono, por parte de los familiares, a este hijo de Dios… pero todo ha sido inútil.
Unos días estuvo una joven señora llegada también en etapa terminal, con SIDA, que después de un largo camino se recuperó y los médicos le dieron de alta. Ella era feliz, feliz de volver a casa en Quyquyhó, feliz por poder volver a ver a su hijito, pero cuando avisamos a los familiares, ellos dijeron “NO”. Y a la humilde señora, a la joven mamá, no le quedó otra cosa más que llorar todo el día, consolada por su compañera de cuarto, o por el personal médico y de enfermería de la Clínica.
Podríamos continuar llenando páginas con casos como estos, por eso tuvimos que, con alegría, abrir una sucursal en Itá, donde la Fundación San Rafael tiene una granja destinada a los enfermos recuperados y rechazados por la sociedad, por sus familiares. Su dolor es grande, indescriptible, sin embargo el amor de nosotros sacerdotes, de Doña Nilda, una mamá con seis hijos que cada día los atiende con amor como hijos adoptivos, y del personal de la Clínica, no sólo les permite la superación de la depresión por causa del rechazo, sino el llegar a valorarse, protegiendo su vida, volviéndola a amar y a apreciarla.
Una vez más es evidente que el problema es la falta de Cristo en la vida. Una medicina sin Cristo, sin la conciencia de que el hombre es un Misterio, es relación con el Misterio, se vuelve inhumana y los médicos que tienen esta postura racionalista, nihilista, materialista son la continuidad de Mengele, el famoso médico nazi. Y de esta medicina y de estos médicos no necesitamos ¡Que Dios nos libre!
La razón y la fe son las dos alas que permiten al hombre volar, caminar, rumbo al destino. Las dos dimensiones del yo no se pueden separar. Y cuando hablamos de razón hablamos también de la ciencia que es una aplicación del uso correcto y serio de la razón que, por su misma naturaleza, busca, investiga. Pero la razón, y por consiguiente la ciencia, es una ventana abierta al Misterio, y no un cuarto oscuro cerrado, haciéndola coincidir con el propio ombligo.
Cuando el hombre se olvida de lo que es la razón, se transforma en un cínico, violento, sangriento, racista, inhumano. Por este motivo la discriminación que sufren los pacientes de SIDA antes que una cuestión de fe es una cuestión de lo que entendemos por razón y por ciencia. La fe cumple lo que la razón cuestiona, problematiza, y permite a la ciencia mirar al hombre en su totalidad, ese hombre al servicio del cual está.
Una ciencia que salga de esta postura, de esta conciencia, se reduce a la postura de Hitler y sus cómplices, que hasta hoy en día siguen presentes en el mundo, y que viven entre nosotros y también dentro de nosotros mismos. La diversidad nos molesta y por eso Cristo se hizo carne para amar hasta a los propios enemigos.
En fin, para no caer en el entredicho: una cosa es el pecado, otra cosa es el pecador. El pecado es inhumano, porque es irracional y es condenado siempre y decisivamente, mientras el sujeto que vive en el mal es amado, abrazado cariñosamente, para que se convierta y viva. Sólo en Cristo, con Cristo, es posible esta postura y por eso se hizo carne, para los pecadores.
P. Aldo

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