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jueves, 3 de marzo de 2011

Virginidad: plenitud de uno mismo

La familia renace como fruto de la unidad indisoluble del matrimonio monogámico sólo con Cristo. Y sólo en el cristianismo se desarrolla hasta formar los pueblos, las ciudades, una creación.
Sin embargo, el núcleo de este desarrollo de la familia y del matrimonio monogámico y heterosexual, así como Dios lo quiso desde el primer momento cuando creó al hombre varón y mujer, han sido los monasterios, en particular los benedictinos.
La Europa cristiana, la gran Europa Medieval, que aún se  puede contemplar en sus bellezas artísticas, nace alrededor de los monasterios.  Lo mismo aconteció en el continente latinoamericano, especialmente con la experiencia de las Reducciones Jesuíticas.
Es decir, en el comienzo de la civilización creada por el cristianismo está la virginidad, grupos de personas que por una elección divina han consagrado su vida a Cristo para vivir, pensar, actuar como Cristo. Hoy día, el momento que muchos historiadores definen como el regreso a la barbarie (bastaría fijarse en el mundo del arte donde la fealdad reina soberana) es urgente volver a la fe, como en los primeros siglos, es urgente el nacimiento de experiencias de personas que, siguiendo el ejemplo de los benedictinos en Europa y de los jesuitas en nuestro, entreguen su vida a Cristo para ser signo de aquella belleza que Dostoievski afirmaba como el único camino que salvaría al mundo.
¿Qué es la virginidad? ¿En qué consiste la experiencia de la virginidad?
En una bellísima charla Mons. Giussani, hace años, contestó en modo conmovedor  y lleno de fascinación  lo siguiente y deseo que llegue al conocimiento de todos los lectores su respuesta:
“1- Llamados para una tarea
a) La elección de algunos. Hay una premisa, un dato previo, que no es poca cosa: Dios se ha hecho hombre. Acordaos de monseñor Manfredini, mí compañero, aquella tarde mientras íbamos con retraso hacia la iglesia y bajábamos corriendo las escaleras, los tres o cuatro tramos de escaleras. Él iba detrás de mí y, de pronto, me agarró por el brazo y me dijo: «Oye, -teníamos veinte años, o ni siquiera, oye, ¡pensar que Dios se ha Hecho hombre es algo del otro mundo!». Este «algo del otro mundo» ha sucedido y divide al mundo. La primera elección que Dios hace, por medio, del Bautismo, es la elección de hombres que están llamados a comprender que Dios se ha hecho hombre. Pero esto es la premisa, el antecedente.
El primer punto de hoy es que Cristo, para llevar a cabo su obra en el mundo, elige a algunos. Imaginaos aquella noche a Él y a los doce, a la de las antorchas, antes de morir lo que no hemos experimentado todavía debemos hacerlo objeto de nuestra imaginación, tratando de ensimismarnos con ello, de darnos cuenta de ello; El y los doce alrededor de la mesa, en silencio, mirándolo hablar, escuchando lo que aquel hombre decía: «Sin mí no podéis hacer nada»; un hombre, un comensal como ellos que decía: «Sin mí no podéis hacer nada».1 «Pero éste es...»; ellos no decían: «Es Dios», pero sentían que lo era: no lo pensaban, no lo comprendían, pero lo sentían. Para comprenderlo iban a tener que esperar al Espíritu Santo.
Para llevar su obra a cabo eligió a algunos... a cuyo elenco ha añadido, con el paso del tiempo, nuestro nombre, vuestro nombre; si estáis aquí es porque de algún modo os ha tirado de los pelos, de alguna manera ha rozado, al menos, vuestro vestido; si estáis aquí es porque os ha tocado, sea cual sea el modo en que lo haya hecho, os ha tocado y os ha llamado.2
b)   Para dar testimonio de Él. ¿Para qué os ha llamado? Para ser eco de su testimonio en el mundo, para hacerLo presente en el mundo. En las escaleras del seminario, a las diez y media de la noche, aquel año, aquella vez, Manfredini, al agarrarme por el brazo, me hizo presente a Cristo. Era algo distinto lo que me agarraba el brazo, no era una lógica humana, no, no era una lógica que hubiera previsto mi compañero. Porque, ¿quién puede decir una cosa semejante? Cierto que, si Dios se ha hecho hombre, ¡es algo del otro mundo! Es algo del otro mundo que está entre nosotros aquí, ahora. ¡Y hay que decirlo! Dentro de mi cansancio o de esta serie de palabras hay algo diferente; ni siquiera se podrían decir todas estas palabras si no hubiera algo diferente. Estamos llamados a dar testimonio de Él.
c) Viviendo con Él. ¿Cómo se da testimonio de Él? Viviendo con El. Alguien que lee todos los días el Evangelio, que recibe la comunión todos los días, que dice: «Ven, Señor», que mira a determinados compañeros suyos para quienes esto ya se ha hecho más habitual, puede comenzar a sentir qué quiere decir vivir con Él. Vivir con Él se puede-decir de otro modo: vivir como Él.
d)   Para el destino de los hombres. ¿Cómo vivió Él? Concibiendo la vida y la vida son todos sus actos, incluido el dormir, el despertarse (es mañana me han venido a despertar a las nueve), el comer, el beber, resumen, todo el vivir y el morir- para el mundo, para el designio t Dios en el mundo, es decir, para todos los hombres; por los hombres, por la gente que está en Japón, por la gente de Australia, por la g del Polo Norte, por la gente que no conocemos y que empezamos a percibir como parte de nosotros mismos: uno entiende que debe dar 1 por todos ellos. Todo lo que se hace es para la vida cíe los hombres el destino de los hombres, para que alcancen su destino. Ya n esto cuando hablamos de la caridad: concebir nuestra vida  por la mañana a las nueve... (¡Pero empecé a dormirme a las cinco y media; vi las cinco y media en el reloj y me dormí!) para el destino de los demás, es algo que comienza a no ser abstracto porque se trata del destino de tu padre, de tu madre, de la chica por la que sientes afecto, del amigo que te gusta, de los compañeros que tienes alrededor: se trata del destino de toda esta gente.
Un hombre que mire a la mujer de la que se ha enamorado y con la que se va a casar sin pensar jamás en su destino, es un pobre desequilibrado que esquizofrenia su vida y la vida de ella, y, en efecto, vivirán como esquizofrénicos. ¡Y cuántos están así!
2- A  través del sacrificio, el ciento por uno.
El sacrificio de la reacción inmediata
Para poder pensar en tu vida (en ti, a quien no conozco), para poder pensar en el destino de tu vida, tengo que sacrificar algo. Para pensar en tu vida (en ti, a quien conozco de vista), para amar tu destino, para amar tu felicidad, para amar tu alegría, para amar la eternidad de tu vida, para tratarte así, tengo que sacrificar algo. ¿Qué tengo que sacrificar? Tengo que sacrificar la reacción inmediata, de gusto o extrañeza, de simpatía o antipatía; tengo que sacrificar la impresión inmediata.
La impresión inmediata al ver a una bella mujer... Tengo que sacrificar esto. La impresión inmediata cuando pienso en una vida «en mi pequeña casa entre árboles»... Como Pierre de Croan que, de pie, frente a la catedral que está levantando, mientras dirige toda la obra, piensa en su casita humeante... ¡Dios, qué distancia! A esta distancia nos ha llamado Dios, a vivir el mundo con esta distancia: eso hace que la casita sea casita y que el templo sea templo y que el pueblo sea pueblo (al que pertenece también la mozuela que iba a ser su esposa en aquella casita).
Hace falta un sacrificio: el sacrificio de lo inmediato. Lo inmediato no es verdadero; tanto es así que muere, que hace morir. Sobre todo, hace que envejezcamos, traba la lengua, nos produce reumatismos, a uno le cuesta mantenerse en pie: hace morir, lo inmediato hace morir, lo inmediato muere entre tus manos. Por la mañana estás entusiasmado con tu mujer, pero por la tarde la mandarías a paseo; mandarla a pasear quiere decir que la desecharías: « ¡Si pudiera librarme de ella!».
Lo inmediato ata, encadena, hasta que uno se ahoga (como en el cine, cuando un asesino estrangula a su víctima, se ve que el otro chilla y gesticula como un desesperado hasta que... ¡paf!, muere). Lo inmediato nos ahoga. Es necesario este extraño fenómeno que es el desapego. Para amar J verdaderamente a una persona hace falta una distancia. ¿Adora más a su mujer un hombre cuando la mira a un metro de distancia, maravillado por el ser que tiene delante, casi arrodillado aunque esté en pie, casi arrodillado delante de ella, o cuando la toma? ¡No! No. Cuando la toma, acaba.
¿Poseyó más a la mujer de la calle, a la Magdalena, Cristo que la miró un instante mientras pasaba delante de ella o todos los hombres que la habían poseído? Algunos días después, cuando ella lavó, llorando, sus pies, estaba respondiendo a esta pregunta.
No se puede establecer una relación con nada -ni con los hombres, ni con las flores del campo, ni con las estrellas del cielo, si no se hace con una distancia dentro. Si no te distancias de las estrellas, no enriendes nada; si te fijas en una estrella sin desapego, no comprenderás que se trata de una estrella entre la infinitud estelar: es el sacrificio lo que permite que se desvele la verdad de la «cosa» o «persona» que está presente ante nosotros.”
Este lenguaje para nosotros es duro de entender, tercos como somos y además víctimas, voluntarias o no, de una mentalidad en la cual hasta la palabra “amor” coincide con la instintividad, con la posesión, con el “usa y tira” de quien decimos amar. Sin embargo nuestro corazón vibra con estas palabras porque siente que le corresponden, que son verdaderas, que son humanas.
Amar es posible solo en la virginidad porque significa, como afirmaba el filósofo francés Marcel, decir al otro “tú no morirás”. Por el contrario, como está de moda hoy, todo está reducido al chantaje del instinto y de la reducción del otro a objeto. Vale la pena ser cristiano para no perder a la persona que amamos.
P. Aldo

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