Volviendo de San Pablo el martes por la noche la azafata me puso en las manos un diario capitalino. Curioso de lo que había escuchado con referencia a lo acontecido en Libia, hojeé la portada de La Nación y con sorpresa me encontré que en lugar de subrayar el drama humano que estaba sucediendo en aquel país la preocupación se enfocaba en la suba del petróleo y las inevitables consecuencias que provocarían este aumento en el mundo.
También viajaba conmigo un empresario que hablaba con un amigo de la misma cuestión. Y con gran sorpresa de mi parte, la preocupación era la misma que la del diario La Nación: “La economía paraguaya anda bien, prescindiendo del gobierno, sin embargo, nos preocupan las consecuencias que por la suba del petróleo se puedan provocar también en nuestra economía”.
Me quedé helado porque era evidente que, tanto el diario como este empresario, reflejaban la mentalidad dominante de hoy, dominada por el cinismo. ¿Dónde está la preocupación por la vida del hombre y su destino? Que mueran miles y miles de personas ni siquiera despierta un mínimo de compasión. Hemos eliminado al hombre del centro de la vida, porque ya ni siquiera nuestra vida tiene ningún interés para nosotros mismos.
Nuestras preocupaciones no son las del corazón, con sus exigencias de felicidad, de amor, de justicia, de belleza, de verdad, sino las cuestiones efímeras de la economía, de la carrera, del éxito. La razón misma ha sido desde hace tiempo apagada, ahogada, incapaz de dejarse provocar por la realidad que grita el porqué de lo que pasa, de estos hechos.
Un hecho dramático en la historia, que nunca había acontecido antes: el hombre ha eliminado a Dios de su vida y como consecuencia se ha eliminado a sí mismo, convirtiéndose en un robot, en un pedazo del engranaje que llamamos economía. Y lo que pasa a nivel nacional e internacional es la muestra macroscópica de lo que pasa a menudo entre nosotros, con el vecino, con la familia, con el enfermo, con el anciano.
Todo se mide según la balanza económica, del interés, del capricho, de la “conveniencia” personal ¿Quién se conmueve por el dolor ajeno? ¿Quién gasta de lo que le sobra (no digo de lo que necesita) para ayudar a los carenciados?
Para el clásico del fútbol hemos hecho locuras, hasta los compromisos de la fe hemos dejado de lado para ver a 22 títeres correr detrás de la pelota. Cuando juega la Albirroja todos se descubren paraguayos y sin embargo en la vida cotidiana de paraguayo no tenemos nada. El rico siempre más rico y el pobre siempre más pobre. Y si un necesitado pide respondemos “vuelve mañana o vete a San Rafael”, para no hablar de la burocracia estatal sorda a todo aquel que grita “socorro”.
La humanidad tiene la cara del fútbol, es decir, de la nada. O la cara de Shakira, es decir, de la necedad y del vacío.
Cuanto acontece en Libia, como también en Egipto, obliga a quienes son inteligentes, a los que aún creen en el hombre, como creatura divina y no económica, a pensar en la grandeza del corazón humano y de su incansable latido en búsqueda de eternidad.
Por más de 42 años Gadafi estuvo convencido que tenía en sus manos la libertad de sus ciudadanos, que podía manejarlos a sus antojos. Por más de 42 años el líder libio estuvo convencido que era el dueño de los corazones de sus compatriotas. Como todos los dictadores de la historia, de derecha o izquierda que fuesen, estaba persuadido que había aplastado los deseos de verdad, de amor, de belleza, de justica, de libertad, de su pueblo.
Sin embargo, el corazón enjaulado de la gente no aguantó más y la explosión de sus latidos se transformaría en un terremoto. Todos los regímenes totalitarios, o también democráticos, desean reducir el corazón del hombre a sus antojos o sustituir sus exigencias elementales con otras. Pero, el corazón del hombre es irreducible a cualquier proyecto o a cualquier ideología. Por eso se llega a un momento en el cual el corazón mismo, con sus deseos de felicidad, de infinito, de libertad, se transforma en una bomba atómica que destruye a cuantos han pretendido sofocarlo y a cuantos pretendieron reducirlo a la lógica del consumo o de la ideología.
¿Qué hay detrás de la revolución libia? ¿Cuál fue el motor de arranque del derrumbe de Stroessner? ¿Quién acabó con el muro de Berlín y el comunismo? ¿Quién pondría fin a los difuntos “dictadores” del eje del mal? ¿Las armas, los camiones, la política, los militares? Absolutamente no. Ha sido, es y siempre será el corazón humano, el enemigo de cualquier ideología o poder totalitario, o democrático, que no respete o no tome en serio las exigencias de verdad, belleza, justicia, libertad, amor, que constituyen el ADN del yo humano.
Uno podría, como la inteligente Violeta Parra, cantar: “Corazón maldito ¿Por qué palpitas? Corazón maldito ¿Por qué lates?”, pero nunca podrá impedir al corazón latir, desear el Infinito. “Encerrado entre cosas que mueren (también este cielo estrellado acabará) ¿Por qué deseo a Dios?”, se preguntaba Ungaretti.
Quien se permite sofocar esta pregunta, se quedará destrozado por esta sed de Infinito. Los totalitarismos de este mundo pretenden ser la respuesta total a este deseo de totalidad del corazón, olvidando, orgullosamente, que sólo el Misterio puede responder en modo integral y definitivo a aquello que el hombre busca y por eso acaban autoeliminándose y dejando miles de muertos en las calles.
Este puntito rojo bien representado por Matisse en su “Icaro”, nadie puede aplastarlo y nadie puede pretender ser la respuesta que anhela. Sólo el Infinito que se ha hecho carne en Cristo es la respuesta que necesita, que busca, que quiere. Y cuando nos olvidamos de esta verdad cada uno se transforma en un Gadafi con el amigo, con el novio, la novia, con su esposo, esposa, con sus hijos. Los hechos acontecidos en Libia y en todo el Norte de África son un despertar trágico para tomar en serio nuestra humanidad, a no censurar ningún interrogante de nuestra razón, a ninguna exigencia última del corazón que sigue latiendo fuertemente y gritando como el Calígula de Camus: “quiero la luna”
P. Aldo
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