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viernes, 21 de enero de 2011

Dios se vale de nuestros temperamentos y carácter

Dios nos da una oportunidad regalándonos un año más. La oportunidad de tomar una iniciativa nueva con la propia vida. Y ¿cuál es esta iniciativa nueva? La de ubicar en el centro de nuestra atención, de nuestras relaciones, de nuestro trabajo, al  “Yo”, a la propia humanidad.
En el 2010 hemos tocado muchas veces este tema y sin embargo es como si ni siquiera hubiéramos percibido de qué se trata. En lugar de una nueva simpatía por la propia persona, por la realidad, ha crecido el yuyo de la antipatía, del olvido o del rechazo de la propia humanidad y del lugar donde crece lo que es la realidad. Sería suficiente mirar (y escuchar) cuando hablamos, o cuando nos encontramos para darnos cuenta que el Yo no existe.
Hablamos de todo, siempre en tercera persona y raras veces uno percibe que alguien ponga en juego su propio Yo. Y no porque diga continuamente “Yo”, “Yo”, como los porteños, sino porque se percibe que en el modo de enfrentar la realidad hay una extrañeza, hay una ausencia de conciencia, de responsabilidad.
Se ve enseguida cuando una persona vive apasionada por la propia humanidad y cuando es extraña a la misma. Y son las consecuencias las que lo testimonian. En el primer caso hay una unidad del yo que se manifiesta en todos los detalles, una capacidad de responsabilidad que abre, valora, un dinamismo incansable y una alegría llena de creatividad. Este tipo humano es un protagonista de la propia historia y de la de la propia humanidad.
 El otro vive desubicado, dominado por el miedo, el límite, la incapacidad de arriesgar, de no asumir su responsabilidad, pasivo, nunca protagonista y siempre espectador, triste, adicto al lamento, al chisme, al celo, a la envidia. Vive en constante confrontación con los demás, sufriendo de un malestar continuo, de complejos, comenzando con la ausencia de la autoestima llegando a cualquier forma de depresión o enfermedad psicológica, como la anorexia o la bulimia. Es una personalidad castrada, descontenta de sí misma y siempre sujeta, como las olas del mar, a la ley del sube y baja. El escándalo de sí mismo y de los demás lo define.
Por eso es urgente relanzar la iniciativa personal para conocer y amar nuestra humanidad. En este contexto quiero subrayar dos puntos: el límite ontológico de cada uno como factor positivo y el temperamento como elemento constitutivo de la personalidad.
1- El límite humano. El hombre es un límite, como cualquier ser creado, por eso vive en el tiempo y en el espacio. Un límite ontológico, porque es creatura y porque es hijo de Adán y Eva, es decir, heredero de aquella culpa original por la cual perdimos la inmortalidad, la capacidad de hacer el bien, la posibilidad de relacionarnos en modo humano uno con el otro y con la realidad. Antes del pecado original el hombre era creatura perfecta, participaba de la perfección divina, por eso no conocía la división consigo mismo, ni con la propia pareja, ni con sus hijos, ni con el cosmos. No conocía tampoco el dolor y por consiguiente la muerte. Vivía feliz, como nos relata el Génesis, en el Edén y cada atardecer Dios bajaba al jardín para dialogar con su creatura hecha a su imagen y semejanza. La creación misma no sólo era amiga del hombre, sino su hábitat, creado por Dios mismo para que pudiese (el hombre) disfrutar de la belleza de la vida. Dios lo había creado, por amor, a su imagen y semejanza, varón y mujer.
Sin embargo, Dios exigió, una vez creado el hombre, que hubiese en él un acto de libertad: ReconocerLe como constitutivo y origen de la propia vida o rechazarlo, independizándose de Él. El amor, cualquier gesto de amor,  exige la libertad. Uno no ama al otro si éste le ata a sí con una piola. Y fue en este momento, cuando tuvieron que decidir si vivir como creatura o afirmar la propia autonomía, afirmando la propia independencia, que decidieron romper con el Creador, bajo la sugerencia del diablo.
El éxito de esta ruptura del hombre de Dios fue terrible: la esquizofrenia del “Yo”, “se dieron cuenta que estaban desnudos”, es decir la fractura de la unidad entre sentimiento y razón. Por eso se escondieron de los ojos de Dios, “porque estaban desnudos y tuvieron vergüenza”. La relación se volvió pretensión e institintividad. La consecuencia de esta división del Yo, fruto de la ruptura con Dios, trajo consigo otras divisiones, otros límites, como la división de la pareja: Adán que culpó a Eva de lo acontecido; la división de la familia: Caín que mata a Abel; la división de la sociedad: la torre de Babel y la confusión de los idiomas, es decir, la incapacidad de relacionamiento entre las personas.
Y por último, el castigo severo: “te ganarás el pan con el sudor de tu frente”…el dolor y la muerte. Desde aquel día la condición del hombre cambió radicalmente: de ser inmortal pasó a ser mortal. Y esta es la única razón por la cual vino Cristo. En el Pregón Pascual del Sábado Santo cantamos: “Dichosa la culpa de Adán que nos mereció un Salvador tan grande”.
Entonces no es posible encontrar a Cristo sin reconocer que cada uno es limitado y por eso necesitado de Él. Si no fuésemos un límite, Cristo no se hubiese hecho carne. Por eso la peor ofensa a Jesús es la de escandalizarnos de los propios límites. Escándalo que se manifiesta en el sentido de culpa, en la falta de autoestima, en las diferentes formas de angustias, en la bulimia, en la anorexia, en el comer sin medida, en la borrachera, en la drogadicción, etc.
Además vivimos en un mundo donde los límites son rechazados y reemplazado por el éxito, el suceso, la carrera, el culto del cuerpo, la afirmación orgullosa de uno mismo. Por ejemplo, los discapacitados o cuanto no corresponden a las reglas del éxito y de la estética moderna, son tildados de seres humanos inferiores, también si no lo afirmamos públicamente. En las relaciones nos sacamos en cara los defectos, los límites, sin ver lo positivo en uno u otro. Cuan normal es escuchar a cada rato “es bueno, pero…”, olvidando que aquel “pero” tiene que acabarse, porque el hombre es estructuralmente un límite…sin embargo este límite, reconocido, es el único camino a Cristo.
2- El temperamento. A menudo escuchamos: “fulano tiene un temperamento insoportable, es malo, su modo de relacionase es horroroso, etc.”. Mientras se exalta a los tontos: “él sí que es bueno, muy atento, cariñoso, te habla bien” … y, a veces, por detrás es como una víbora, un chismoso, uno que te pone los cuernos. Hay miles de personas que lo único que les importa es ser aduladas, mimadas, acariciadas, y después que el marido, o la esposa, les ponga los cuernos es un hecho de poco valor. Lo importante es la adulación: “mi amor, mi reina, mi, mi, etc…” Dios mío, cuantos tontos hay en este mundo.
El temperamento forma parte de la personalidad, no se puede cambiar, ni sustituir. Dios mismo nos ha hecho de esta forma y se sirve de esta forma para realizar sus planes, cumplir su voluntad en el mundo. Imaginemos que el P. Aldo fuera lo que a toda la gente le agrada: dormido, afeminado, cariñoso epidérmicamente, caluroso, kaigue, todo sonrisas….ciertamente no hubiera servido a Dios para hacer lo que hace. Por el contrario se sirvió y se sirve de un temperamento argel, nervioso, bruto, aparentemente frío, gritón, a veces que ni siquiera saluda, y a menudo cuando pierde la paciencia, la pierde en serio y quienes no lo conocen se asustan, etc. O imaginemos que todos fuéramos como los que viven tomando tereré en la oficina o en la vereda, estaríamos aún con el charco en la parroquia.
Cada temperamento es un don y no una desgracia, y Dios se sirve del caracol para una cosa y del huracán para otra.
La que fundó el movimiento de los Focolares no era ciertamente Giussani, ni Giussani era Kiko Argüello, ni Kiko Argüello era Josemaría Escrivá. Sin embargo Dios se sirvió de estos diferentes caracteres y temperamentos para donar a su Iglesia los carismas que conocemos y son la primavera de la Iglesia. Lo mismo Juan Pablo II no era Benedicto XVI, y sin embargo ambos han sido, y son, una gracia única en la guía de la Iglesia.
Por eso ¿cuándo acabaremos con aquel moralismo que, como el kupi’i, modificó nuestro ADN y que usa el temperamento para juzgar a una persona como buena o mala? ¿cuándo gozaremos por la diversidad de los temperamentos? Basta con la hipocresía farisaica de quien parte del temperamento para condenar a una persona.
Imagínense que en lugar de María a la cabeza del Policonsultorio de la Parroquia San Rafael estuvieran ciertas personas que, como los fariseos, pretenden ser atendidos cuando y como se les antoja y, quizás, con la alfombra: el Policonsultorio sería un quilombo. Hasta en la conducción de una familia o de una obra es necesario tanto el temperamento fuerte como el cariñoso. El hecho que en nuestro país son las mujeres quienes, en forma casi exclusiva, manejan la familia o las instituciones, evidencia el porqué muchos hombres son kuña’i. “Mi mamita, mi papito, mi nenito, etc.” ¿Dónde está la virilidad, el conductor, el que lleva la barca, el “que lleva los pantalones”? Por eso tenemos un gran número de afeminados, de kuña’i. La cultura “gay” es prospera en este terreno.
Amigos, el temperamento es una gracia y, personalmente, como estoy agradecido por las personas cariñosas, con temperamento calmo (pero no demasiado porque el perezoso es insoportable), también estoy agradecido por el don de los temperamentos fuertes, duros, argeles, que sin miedo dicen pan al pan y vino al vino. No olvidemos que el poeta Dante, en su Divina Comedia, no coloca a los perezosos ni en el Paraíso ni en el Infierno porque tanto Dios como el demonio no los aguantan. Es también lo que dice el Apocalipsis: “Así, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca”.
Mejor uno que explota como un volcán que aquellas cenizas que por debajo esconden las brasas que queman. El temperamento puede ser moldeado por la gracia  divina, como ocurrió con San Francisco de Sales, pero no sustituido o reducido.
P. Aldo

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