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jueves, 6 de enero de 2011

TE DEUM

Cantaré eternamente Tu misericordia, oh Señor”.
Mirando este año que me ha sido donado, como todos los 64 años que ya pertenecen a mi historia, una historia llena de miserias, de fragilidades y de gracia, estas palabras del salmista me salen, casi como un sollozo de alegría, de mi corazón.
 Cuando me ordenaron sacerdote, mirando mi debilidad, mi rebeldía, mi incapacidad intelectual, puse en la estampita, recuerdo, la frase de San Francisco de Asís: “Acéptame como soy y hazme como quieres”.
Cundo cumplí 25 años de sacerdocio hace casi 15 años, dejé a los amigos como recuerdo: “Cantaré eternamente Tu misericordia, Señor”.
¡Qué hay más conmovedor, más humano, al final de cada año, como de cada día, reconocer que la misericordia del Señor no sólo es eterna, sino que forma la arzón misma de mi ser, de mi existir! ¡Qué hay más bello al final de este año, lleno de fragilidades, de miserias, que poder reconocer como San Pablo “Donde abundo el pecado, sobreabundo la gracia”! ¡Qué gracia, Dios mío, reconocer que soy pecador, reconocer que Te hiciste, Dios mío, hombre gracias a mis pecados; reconocer que si yo hubiera sido un ser coherente, perfecto, honesto, bueno, cargado de valores, Vos, oh Dios mío, no te hubieras hecho carne para mí y para mis hermanos pecadores!
¡Qué asombro, Señor, verte bajar del cielo y tomar mi carne, mi sangre, mis pecados, para mostrarme cuánto soy yo pecador a tus ojos, cuán grande es Tu estima por mí, porque yo soy Tuyo, como nos recuerda el profeta Isaías! ¡Qué dolor Oh Jesús, me provocan aquellos hombres que para eliminarte de la propia historia, se afanan en construir sistemas perfectos  para anular Tu presencia en el mundo de los pecadores!
¡Qué angustia, oh Jesús, pruebo en el día a día, mis hermanos, incluso sacerdotes como yo, preocupados de proponer una moral, una ética, un compromiso social, convencidos que este es el cristianismo, olvidando que el cristianismo sos Tú, oh Jesús, presente hoy entre y con nosotros!
¿Por qué, oh Jesús, tenemos vergüenza de Ti, la Iglesia tiene vergüenza de Ti? ¿Por qué, oh Jesús, no tomamos en serio las retiradas palabras del Santo Padre que invitan a la conversión, conversión que significa decir ¡Tú oh Cristo mío”?
¿Por qué, como hemos escuchado en estos días de boca de quien “gobierna” este país, no reconocemos que ya no estamos en el Antigua Testamento esperando al Mesías, el mundo nuevo, sino que el mundo nuevo es un hecho, un Presente? ¿Por qué no reconocer Tu Presencia que actúa hoy en la Iglesia, casta meretriz, en los rasgos de miles y miles de personas que son el signo vivo de Tu Presencia?
La cristiandad no es algo que comience ahora, como ideológicamente afirma una cierta teología de la liberación de nuestro país porque finalmente ha alcanzado el poder, sino que desde hace 2000 años es un Hecho Presente.
El niño no debe nacer, ha nacido, nace cada momento en la santidad de quien te reconoce, oh Cristo, como la razón última de la vida, el fin último de la existencia.
Por eso en este final de año mi corazón y la de muchos amigos, los amigos de Jesús, como define el Papa a los cristianos, queremos agradecerte porque a causa de nuestros pecados Te hiciste carne por mí y por cada hombre.
 Oh Jesús, te ruego para que se acabe en mí y en todos el escándalo por nuestras miserias, se cabe en nosotros la manía de los valores, el orgullo de ser los primeros de la clase y de ser los protagonistas, sin Ti, de la utopía de un mundo mejor.
Oh Jesús, te ruego para que Tu gracia me ilumine, nos ilumine para tomar conciencia que el ideal por el cual vivir no es la coherencia sino la pertenencia a Ti, como un niño pertenece a sus padres y de esta manera crece feliz.
Este año ha sido grande porque grande ha sido la experiencia de Tu infinita misericordia que en la confesión semanal o más veces en la semana, se hizo palpable, visible, llenándome de gozo.
Señor “Yo no soy digno que Tú entres en mi casa, basta una palabra tuya y mi alma será curada”.
Por eso las palabras que más me conmueven durante este año han sido las del sacerdote que a menudo trazando sobre mí la señal de la cruz me decía: “Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén”. “Te Deum laudámus: te Dóminum confitémur… In te, Dómine, sperávi: non confúndar in ætérnum”.
P. Aldo

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